Reseña Las Vírgenes suicidas de Jeffrey Eugenides (Anagrama, 2006)
Sofía Coppola no quería producir, ser directora ni guionista. No quería seguir los pasos de su papá. Y habría continuado en su postura si no se le hubiera atravesado Las vírgenes suicidas. Después de leer la novela no resistió el impulso de escribir el guion y dirigir una película basada en el libro. Le pidió apoyo a su papá, buscó dinero, movió los engranajes de la industria cinematográfica hasta que la película se hizo realidad.
Entiendo la decisión de Sofía: sólo bastó una página de esa novela para que yo deseara escribir un cuento de jóvenes suicidas. Y no faltará a quien la primera página lo invite tomar una decisión trascendental o a quien lo empuje a comprar todos los libros de Eugenides. Eso hace la buena literatura: sembrar una pasión con la capacidad de torcer destinos.
¿Qué tiene el libro para tener ese efecto?
Es un misterio como el misterio del suicidio de las hermanas Lisbon (cuya pregunta se establece desde la primera línea). Justamente esa es la apuesta del autor: que el lector se aferre a la novela con la esperanza de encontrar una respuesta satisfactoria.
Cecilia responde el interrogante con una frase oscura: “Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años”. A partir de ese momento la novela viaja por el mundo oscuro y opresivo de la adolescencia de la clase media norteamericana. El viaje es lento pero sabroso. Se disfruta la agonía del tránsito a la adultez, la oscuridad del encierro y el tedio del sueño americano. Digo que se disfruta porque Jeffrey construye escenas y escenarios que van directo al alma. El trabajo de Eugenides recuerda esas obras en las que el pintor tardó décadas en el tono de la piel, el color de los ojos o la sombra en la hierba empujada por el viento. Esas obras que dan vida a lo que es inaccesible a los sentidos: el cansancio de las botas de Van Gogh, la angustia del grito de Munch, la soledad del beso de Magritte.
Eugenides construye una metáfora de doble giro: por un lado, el ocaso moral del pueblo norteamericano y, por el otro lado, el final de la niñez. O, quizás, la novela trata de la opresión de los gobiernos, la falta de oxígeno en la economía mundial, la presión de los estándares sociales, la intransigencia de la religión, la educación de mediados de los setenta. Las posibilidades (las capas) son muchísimas.
Sería absurdo continuar hablando de una novela que se defiende con sus propios argumentos. Sólo me resta citar un fragmento para que se antojen de la prosa de Jeffrey Eugenides:
El señor Lisbon subió las escaleras corriendo. La señora Lisbon llegó arriba y se quedó agarrada a la barandilla. Vimos su silueta en el hueco de la escalera, sus piernas gruesas, su espalda encorvada, la cabeza grande inmovilizada por el pánico, las gafas proyectadas hacia el espacio y llenas de luz. Había subido casi toda la escalera y dudamos en seguirla hasta que lo hicieron las hermanas Lisbon. Después nos apiñamos y fuimos juntos a la cocina. A través de una ventana lateral vimos al señor Lisbon entre los arbustos. Al salir por la puerta de la casa nos dimos cuenta de que tenía en brazos a Cecilia, una mano debajo del cuello y otra debajo de las rodillas. Trataba de arrancarla de la punta de hierro que le había atravesado el pecho y se había abierto paso hasta dar con su incomprensible corazón, introduciéndose entre dos vértebras sin romper ninguna y asomando después por la espalda, desgarrándole el vestido y encontrando nuevamente el aire. La lanza había seguido su camino con tal rapidez que no se veía señal de sangre en ella. Estaba limpia por completo, y Cecilia sencillamente parecía una gimnasta en equilibrio sobre una pértiga. El aleteo del vestido de novia añadía a la escena un efecto casi circense.