La conocí en marzo del 2011. No podría encerrarla en palabras, dibujos o fotos. Era de esas personas que tocan el alma sin detenerse en las palabras ni en los sentidos a pesar de que incitan unas y otros (no sé si me hago entender). Le di clase de cálculo en la cafetería del edificio de postgrados de ciencias humanas y a las tres de la tarde subimos a la terraza a tomar tinto. No recuerdo de qué hablamos, pero sé que lo hicimos hasta que cayó la noche sobre Bogotá. A partir de ese momento nos coqueteamos por teléfono y por el chat de Facebook. Lamentablemente la fiesta no duró mucho: meses después se fue del país.
A veces coincidíamos en el chat. Nos entregábamos a la algarabía propia de los adolescentes a pesar de que yo había cruzado la sombra de los treinta años y ella tenía dieciocho años. Normalmente los juegos se encaminaban a insinuaciones que flotaban en el aire como las motas de polvo que cabalgan sobre un rayo de sol. Al final del juego y de las insinuaciones, prometíamos un café cuando ella regresara a Colombia.
En el 2012 regresó, pero no nos tomamos el café porque yo estaba en Tunja y después me sumergí en la universidad. En diciembre nos encontramos en el chat. De nuevo concretamos la cita del café, pero ella se excusó a última hora.
En el 2013 el tono de las conversaciones se oscureció porque sus finanzas entraron en crisis y se vio obligada a abandonar la universidad. Algo en ella se quebró (lo sé ahora pero no lo supe entonces). Por aquellos días quedé finalista de un concurso de cuentos en España, hecho que aproveché para prometerle que le dedicaría el cuento y que le regalaría el libro cuando llegara a Colombia.
Curiosamente el libro arribó el día de su cumpleaños. La llamé para que nos encontráramos en el Titán. A las ocho de la noche nos vimos después de tres años de chats y promesas (tres años en los que ella maduró a las patadas). Nos abrazamos con tanta fuerza que aún siento la presión de sus brazos rodeando mi cuello. No recuerdo de qué hablamos, sólo sé que fue breve e intrascendente. Le entregué el libro, nos dimos otro abrazo y acordamos vernos para tomarnos un café.
La vi nuevamente en el 2015. Estaba con un muchacho que me miró con deseo de partirme la cara. Ella me dio un beso muy cerca de la boca y me abrazó con fuerza. “No le hagas caso: es un idiota”, me susurró al oído, me sobó la espalda y me dio otro beso tan cerca de la boca que creí que me había besado (quizás lo hizo). Su compañero se puso rígido pero no se movió. “Nos debemos un tinto, señor Diego”, dijo a manera de despedida. Me acarició el mentón y se fue acompañada del muchacho que caminaba como niño regañado.
En el 2018 nos encontramos en el puente peatonal frente a Titán. Me saludó con una sonrisa que corría a quince kilómetros por hora. Su imagen removió aguas profundas: en la tarde releí nuestros chats y le escribí un correo:
“Hoy hace siete años me escribiste para acordar un café que no se concretó. Lo mágico, si se me permite la expresión, es que hoy, justo hoy, nos cruzamos: tú en bicicleta y yo caminando. Te veías hermosa. Te sienta la sonrisa y la bicicleta que rueda como el viento.
Va un abrazo enorme”.
Ella respondió en la noche:
“Señor Diego
Qué alegría verte hoy
Espero me perdones por no detenerme iba súper tarde
Nos debemos un café
Espero sea lo más pronto posible”.
“Lo más pronto posible” era una frase que ella no había usado en siete años. Debió llamar mi atención, pero la pasé de largo como pasé muchas cosas de ella. Esa frase encarnaba la necesidad de alguien que la ayudara a aferrarse a la vida. Esto lo vine a saber el 10 de febrero de 2019, día en el que murió.
Una tía me llamó para decirme que se había suicidado en su apartamento (horas después sus familiares anunciaron que se trataba de un accidente, pero no entraron en detalles). Yo me encontraba a miles de kilómetros y sin la menor posibilidad de asistir al sepelio. Lo primero que me vino a la mente fue el café que acordamos decenas de veces y que no se concretó. Pensé que la muerte es el camino para que el Humano entre en contacto con la eternidad (sin importar en lo que crea): no existe calendario que contenga el tiempo que esperaré para que se cumpla la cita del café.
En este año la he recordado más de lo que la recordé cuando estaba viva. Pienso en las pocas veces que nos vimos en los ocho años y en cuánto la quería (curioso que uno quiera a una persona con la que se ha tenido tan poco contacto). Este año me dio la certeza de que otro habría sido la historia si no la hubiera visto como un romance sino como un humano lleno de luces y oscuridades. No entendí que el destino (el azar o como quiera llamarlo) nos unió para ser amigos en los pocos años que le quedaban de vida.
No quiero finalizar sin aclarar que no digo su nombre por respeto a su familia. No sé, no quiero saber, cómo reaccionarían si vieran el nombre de su hija dando vueltas por la red. Estas palabras las escribí para exorcizar la melancolía que tiene el nombre y el apellido de la mujer que parecía hecha de magia.