Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Con los ojos marchitos de aserrín

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Reseña de Hay días en que estamos idos de Andrés Mauricio Muñoz. Seix Barral, 2017.

La escritura, al igual que la carpintería, es un oficio que se aprende por la acumulación de horas de trabajo. Los novatos echamos lija, serruchamos, martillamos puntillas de media pulgada, echamos bóxer y otros procesos que sólo requieren de pulso y algo de paciencia. Después se nos permite hacer cortes más precisos, ensamblar piezas que requieren de pequeños pero precisos movimientos de la muñeca. Con el paso del tiempo, el aprendiz se hace hábil en el arte de los matices: el ojo es capaz de reconocer un desfase de menos de un milímetro, no es necesario pasar la mano para tener la certeza que falta pasar una lija más fina que una hoja de papel y se encuentra la diferencia de dos tonos con una precisión mayor a la de un software.

Justamente esa capacidad de trabajar en el matiz es la que diferencia un escritor novato de un profesional. El aprendiz narra sin detenerse en los matices. Martilla, corta, serrucha, ensambla historias gruesas, centradas en el argumento, sin que haya trabajo en las tonalidades que dan las circunstancias o los personajes. El profesional, por el contrario, se esfuerza en presentar la sombra que perfila al protagonista, la descripción que ilumina el espacio, el pequeño giro que enriquece la trama.

El dominio de matices es, sin duda, el común denominador de los cuentos de Hay días en que estamos idos. Pero no sólo es el matiz en los personajes, de suyo difícil, sino lo que más me asombra: el matiz en las relaciones familiares. El matrimonio que se desgasta hasta el agotamiento, la esposa que pide un hijo en medio de una crisis, el desplome del esposo que pierde el empleo. Andrés penetra en la familia, ese templo que pocos escritores pisan, con una facilidad asombrosa. Pero no es una intromisión aparatosa: entra sin zapatos para no ensuciar el tapete, deambula por la casa hasta que encuentra una esquina desde la que suelta la historia que se construye sola, dejando ver las luces del matrimonio, las grietas de un cruce de miradas, el filo de un silencio. La familia se encaja y desencaja mientras el lector resbala por las circunstancias en un doble andamiaje en el que el argumento va sobre rieles y los personajes están sujetos a unas bisagras de doble giro.

Las historias se cuentan con el tono que usaría un hombre de cuarenta años que habla de los problemas con sus hijos, de fracasos matrimoniales de terceros, chismes de oficina o anécdotas de su familia. Algunas veces se tiene la sensación que el narrador paladea una copa de vino mientras se detiene en los detalles. Otras veces las pausas, los cambios de párrafo, parecen espacios para saborear un jamón serrano o un queso. Es como si el narrador les hablara a los pocos amigos íntimos que quedan a los cuarenta. A esos amigos que te vieron crecer, hacerte hombre, casarte, tener hijos, sufrir con el matrimonio y la paternidad. Amigos que están en trance de separarse o emprendiendo un segundo matrimonio. Amigos que les llegará el turno de contar su historia: masticarán un trozo de jamón, tomarán la copa y desgranarán la historia frente al silencio respetuoso de sus compañeros de vida.

Por esa razón celebro la existencia de un libro de cuentos de un hombre en ejercicio de la madurez existencial y literaria. Un hombre sensible, inteligente, que se ha entrenado en los matices de las relaciones familiares como el viejo carpintero que examina la mesa con los ojos marchitos de aserrín. Celebro, además, que el autor sea un hombre que no ha dudado de su vocación de escritor. Esa certeza barre cualquier conato de vanidad, cualquier posibilidad de envanecimiento que manche los cuentos que construyó con la paciencia y sabiduría del ebanista que construye juguetes para que los niños se pierdan en su contemplación. Niños como JuanSe, el protagonista de Lore, el niño no aparece, el mejor cuento que he leído en muchos años y del que no temo afirmar que sobrevivirá a las infamias del olvido.

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