Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Hablando solo (IV)

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IV

Afuera llueve a cántaros, que es la única manera que llueve en Tunja. Los años son implacables, digo para llenar el silencio. El amor es implacable, corriges mientras contemplas mis manos en busca de las ruinas de antiguas conquistas. Deberías renunciar al Ministerio y venirte a vivir a Tunja. Lo dudo, dices con la firmeza que siempre me asustó. Visto a la luz de los años, fui yo quién vivió atemorizado por tu tenacidad. Puede que los quince años fueran una buena ventaja, pero era mayor el temor que todos los hombres sentimos por la mujer que es atractiva y segura en dosis iguales. Es una buena ciudad para vivir, insisto. Olvidas que viví diecesiete años acá. Lo sé, no lo he olvidado.

Era una mañana oscura, dulce y disciplinada como todas las mañanas de ese año. Todo debía funcionar como un reloj: me levantaba a las seis de la mañana, a las seis y media salía de la casa, caminaba hasta arribar a las 6:50 al edificio Rafael Azula de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Tropezamos bajo el arco de la portería. Profe, no vaya: acaban de bloquear los edificios. No podía rescatarte de los cientos de alumnas que tuve ese semestre. Carolina, dijiste para encaminarme. Carolina Moreno, aclaraste al ver que no lograba ubicarte. ¡Ah!, susurré mientras recordaba a la muchacha que se sentaba en la segunda silla de la tercera fila de derecha a izquierda del grupo dos. Esa mañana te veías diferente a aquella joven a quien no le conocía la voz porque no quiso o no necesitó preguntar en clase. ¿Bloqueados?, retomé el hilo. Sí, un grupo de encapuchados obstruyeron las entradas con pupitres y bultos de arena. ¿Hay alguien más? Nadie. Mmmhhh, mascullé. ¿Quiere tomar algo?, pregunté ingenuamente. Un desafiante rubor te desbordó tus mejillas. Entonces sonreí coquetamente. Tranquila, no pienso seducirte; al menos no lo haré hoy, dije con la intención de sonrojarte aún más. El carmesí se esparció por tu cara como una llamarada incapaz de apagarse. Solté una carcajada escandalosa, impertinente, tal vez agresiva, que tenía la facultad de avivar el fuego. Imaginé que encontrarías una excusa para desaparecer. Vamos, indicaste con una firmeza que desentonaba con el rubor que continuaba invadiendo tus mejillas. Vamos, repetí asombrado.

Esa semana los bloqueos derivaron en un paro que duró cerca de dos meses. Cuando retomaron clases yo llevaba un mes enrolado en la Novena Brigada Latinoamericana y Caribeña de Solidaridad con Cuba. Posteriormente me quedé otro semestre trabajando como Profesor Visitante de La Universidad Central de las Villas. Años después me contaste que estuvieron a la deriva las dos semanas posteriores a la conclusión del paro. Al inicio de la tercera llegó un joven de La Universidad Nacional con cara de poco amigo. Quizás, me decía mientras narrabas lo sucedido, te atrajo ese muchachito subido en sus oropeles academicistas. Siempre me han dolido los hombres que tienen posibilidades de enamorarte, de llevarte a donde no han podido conducirte mis actos.

Volví al siguiente año a Tunja y te encontré caminando por la Plaza de Bolívar. Ibas a buscar a tu hija al Jardín que estaba ubicado a dos cuadras de la Casa del Escribano Juan de Vargas. Luego de recoger a la niña, caminamos cinco cuadras hacia el norte hasta que nos encontramos con tu hermana, una mujer maravillosa que me invitó a la celebración de tu cumpleaños número veinte. Aquella fue la primera vez que hice la cuenta del tiempo que nos separaba: catorce años, ocho meses y quince días que quise redondear en quince años, un número que terminó siendo el estigma de nuestra relación.

Aquel festejo presgió lo que vendría meses después, cuando regresé a Tunja a dar una conferencia en el auditorio del Claustro Agustiniano, en la Biblioteca Patiño Rosselli. Fue en la salida de esa charla, en una tarde que navegaba bajo un sol rabioso, donde te vi atravesar el Parque Pinzón con una bolsa en la mano y dando trancos que anunciaban preocupaciones. Estabas más hermosa que la última vez que te vi: habías abandonado completamente la adolescencia, sólo había rasgos de mujer temprana, curvas acentuadas, líneas convergentes, el cabello caía dulce sobre los hombros, los brazos al sol, la mirada clavada en el piso y mi futuro de sombras inaugurando el primero de tantos intentos frustrados.

Debo irme, anuncias intempestivamente. ¡Espera!, alcanzo a decir mientras tomas la cartera. Lo siento, debo irme, dices bajito, como si temieras despertar el dolor que me empieza a cabalgar la sangre. ¡Espera!, insisto. Me lanzas una mirada herida. No olvides cuidar tus estrellas, susurro. Descienden dos lágrimas por tus mejillas, das media vuelta y te vas taconeando pausadamente. Vuelves a perderte en el horizonte de silencios al que te entregas a cada rato. No me preocupa esta ausencia a pesar que siento que me estoy acercando al final de mi vida. En unos meses aparecerás con aquella sonrisa que borra todas las ausencias, que diluye todos los silencios, que desarma cualquier conato de olvido. En ese momento el tiempo cambiará su rumbo para que seamos el único hombre y la única mujer sobre la tierra. Nuestro pasado desaparecerá, sólo será una especulación en el entramado de caricias y besos que nos acercarán a lo que podría suceder en algún momento de este futuro que empieza a reducirse a niveles ridículos. Tal vez en ese momento decidas quedarte para acompañarme en mis últimos años de vida y ser nuevamente aquella Carolina que aferró la mano del anciano  en su primera practica o la Carolina que años después ofició por como enfermera en el Hospital San Rafael de Tunja. O quizás decidas irte nuevamente, abandonarme a la muerte que se camufla en las horas que se desmoronan a velocidad de tragedia. Finalmente no es relevante lo que hagas ya que todos sabemos que existen amores cuya naturaleza hace que duren un breve espacio de tiempo, así ese breve espacio sea la vida entera.

Un relámpago rasguña la oscuridad al tiempo que los grillos urden su concierto de amor. Tu mamá llora desconsoladamente. Eres una niña de siete años, tu edad no te permite entender las razones de su llanto. Tus hermanos embuten ropa en las maletas del colegio. Tu mamá rescata dos fajos de billetes debajo de una baldosa del cuarto principal. A lo lejos se escuchar el rumor de un campero. ¡Vámonos!, ordena con voz imperiosa. Te lleva a rastras hasta el carro. Quieres dormir, quieres llorar, quieres desaparecer en ese amanecer que tiene sabor a hierro y a pesadilla. ¡Mamá!, gritas para que ella no te entierre las uñas en la muñeca. Ella te sigue arrastrando. Todos suben al campero. ¡Toc!, suena un sólo golpe cuando se cierran las tres puertas al tiempo. Emerge una sonrisa desde el fondo de tu niñez. Quisieras que todos subieran nuevamente para ver si son capaces de repetir la hazaña. Gruñe la trasmisión y luego empieza a moverse el campero. Menos mal que se va porque dicen que la asesinarán igual que a su marido, indica el conductor con las palabras atiborradas de aguardiente. ¿Por qué cree que salgo corriendo?, grita tu mamá. Brota un silencio de todos los rincones de la noche…

Vivieron en hoteles de nueve ciudades. En ninguno se quedaron más de dos noches seguidas. Tu mamá salía en las mañanas y regresaba en la noche. Algunas veces llegaba a medio día con el terror aferrado a la cara. ¡Debemos irnos!, ordenaba. Al final llegaron a Tunja, una ciudad modesta donde nadie los conocía. Había que rehacer la vida a fuerza de esperanza y trabajo. Vivieron en pensiones y luego en cuartos diseñados para alojar estudiantes. Al final de muchos sacrificios, se hicieron a una casa en un barrio acogedor. Tu hermano se fue a buscar suerte a otro país, tu hermana formó hogar y tú te quedaste, aún niña, aferrada a la melancolía de tu mamá, una mujer que nunca perdió el temor que los asesinos de tu papá cumplieran su promesa de acabar con la familia. Por ella fue que heredaste el temor a los hombres, a lo desconocido, al silencio que anticipa noches en las que hay que hay que salir huyendo de la mano que asesina, de la boca que traiciona. Esa es la razón, me digo frente a la melancolía que dejaste aferrada a esta tarde lluviosa, por la que acabas de irte: temes que el amor sea más fuerte que el instinto que tu mamá te dejó sembrado en el alma…

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