Dedicado a Carolina Moreno Mancipe
I
Eras una alegría rebelde, una nube que corría burlona entre la brisa de mis palabras. Todas las miradas convergían a ti y todos los universos salían de tu sonrisa con la suavidad de la caricia. Eras un milagro que no necesitaba la venía de Dios ni del destino, ni aún el azar era capaz de intervenir en la conjunción de circunstancias y factores que te hicieron a la medida de mis deseos. Por esa razón te transformaste en el laberinto en el que me extraviaba ansioso, casi alegre, sin hilos que me condujeran en la penumbra y sin que importara si había minotauros en la siguiente curva. Sólo cerraba los ojos y me iba tanteando las paredes, midiendo tus largos silencios, olfateando las promesas que lanzabas detrás de miles de puertas que no abrían. Porque también fuiste puertas aferradas a las cadenas, pestillos que no cedían ante los embates de mi ansiedad, pomos que no giraban a pesar de la fuerza con los que intentaba abrirlos. Y otras tantas veces fuiste el sol que me invitaba a continuar en la búsqueda que muchas veces se antojaba inútil y otras tantas inapelable. Algunas veces incluso llegabas a ser la suma de todos los sueños que no se dejan soñar…
En contraposición, yo era un vagabundo que dejaba una sonrisa en cada estación, un fantasma que iba y venía por las ciudades y las edades, un docente sin mayores pretensiones, un loco que se extraviaba en los atardeceres. También era un viejo para tus veinte años: nos separaba una grieta de quince años que parecía abismo desde tu mirada de jovencita y una tenue línea desde mi orilla. Un abismo o una línea, ¡qué más daba!: por grande que fuera, podías cruzarla con sólo dejarte llevar por mis palabras. Pero te resistías por el temor que te inspiraba la ventaja. ¿Qué puede querer un hombre de treinta y cinco años con una muchacha de veinte que no sea sexo?, preguntabas recelosa de mis intenciones. Como si el sexo fuera lo único que precisan los hombres de esa edad. También necesitan un lugar dónde zafar el yelmo, desabrochar el arnés, lanzar la espada, quitarse los zapatos, las máscaras, las angustias y los prejuicios. Dejar todo regado y empezar a llorar como los niños que siguen siendo a pesar de la edad. Quizás eso esperaba de ti: que fueras un oasis en el que pudiera dejar mis sandalias harapientas y entregarme a la contemplación de tu piel, juguetear con la curvatura de tu sonrisa, columpiarme en tu melancolía.
El caso es que en uno de las tantísimas idas y venidas por el tiempo, te encontré una tarde que me entregué al instinto. Había un sol rabioso que te hacía brillar más de lo acostumbrado. Venías con una bolsa en la mano y dando trancos que anunciaban preocupaciones. Estabas más hermosa que la última vez que te había visto: habías abandonado completamente la adolescencia, sólo había rasgos de mujer temprana, curvas acentuadas, líneas convergentes, el cabello caía dulce sobre los hombros, los brazos al sol, la mirada clavada en el piso. Hola, dije a tres pasos de ti. Me miraste con los ojos enredados en reflexiones. Brotó un silencio largo y profundo como un árbol que se sostiene por la inercia de la vida. Hola, respondiste. No había sonrisa sino interrogantes en tu mirada. Sí, soy yo, dije por decir, porque no había nada que apuntar en mitad de la tarde, del parque, del silencio, de Tunja, de la vida, del amor y de nosotros. Nada que decir ni nada que hacer, sólo quedarnos quietos durante un segundo que tenía la misma longitud de la eternidad. Sonreíste al final, ¡Hola!, gritaste emocionada, soltaste la bolsa que hizo un ruido heterogéneo al caer, y me abrazaste con todas las fuerzas de tus brazos-paréntesis en los que me transformaba en una pausa en la narración de tu vida.
Caminamos por las calles sin rumbo fijo. ¿Quieres tomar una cerveza?, pregunté al final del día. Una oleada de temor cruzó por tus ojos. Quise decirte que no había nada que temer, pero me abstuve de hacerlo para que no pensaras que me justificaba antes de cometer el delito. Entramos a Bruder, un bar de luces tenues, mesas redondas y sillas sin espaldar. Sólo estábamos nosotros y dos jarros de cerveza negra. Me encanta este lugar, afirmaste al tiempo que tus pupilas se dilataban por efectos de la penumbra. Quería entrar a tu alma por los balcones de tus ojos. Eres hermosa, dijo mi esperanza y todo mi cuerpo al tiempo que caía el inevitable peso de mis años sobre tu desconfianza. Gracias, respondiste secamente. Callamos por algunos minutos, al fin de cuentas el silencio siempre tiene más recursos para expresar aquello que se queda enredado en las fibras del alma. Tomé tu mano y la acaricié dulcemente. Luego la besé. Entretanto sonreías con los ojos cerrados mientras tarareabas la canción que serpenteaba entre las sombras del bar. Abriste los ojos y le diste un sorbo largo a tu cerveza. Quisiera probar la cerveza de tus labios, señalé al tiempo que me acercaba. Te pusiste rígida como una piedra. Giraste la cabeza cuando se rozaron nuestros labios y recibiste el beso en la mejilla. ¡Debo irme!, señalaste al tiempo que tomabas la bolsa. Déjame llevarte a tu casa. Aceptaste con un leve movimiento de la cabeza que desaprobaba más que consentir.