Tareas no hechas

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La primera persona en persona

Si hablo tanto de mí no es tanto porque yo me importe mucho sino porque es el único tema sobre el cual me siento con alguna autoridad para decir algo. Y porque tengo qué hablar, necesito hablar. Yo nací hablador. Hay mucha gente así. Yo no sé de dónde sacaron en mi pueblo eso de que el que no tiene nada qué decir entonces que se quede callado. Yo hablo precisamente porque no tengo claro lo que tengo qué decir. A ver si lo voy aclarando. Y algunas veces, después de mucho hablar incoherencias, digo algo que se acerca a lo que necesito decir y que no sé lo qué es. Va saliendo. Pero no sale así como así. Eso que necesito decir es huidizo y está hecho de palabras aporreadas y temerosas que no quieren dejarse ver. O que me gobiernan en secreto desde la oscuridad sin que yo sepa su nombre y se aterrorizan ante la sola idea de que las descubra.

Cuando uno empieza a hablar las palabras asustadizas se esconden, se acurrucan calladas en el rincón más oscuro, para que uno no las vaya a ver. Yo por eso hablo y hablo, de todo y de nada, de cosas que no existen o que existiendo tampoco existen, de cosas que imagino o sueño, de cosas que ni siquiera sé, de cosas que ni me importan y de las que ni siguiera me doy cuenta de que estoy hablando, y hablo y hablo para que las palabras apaleadas (su miedo es tan terrible, tan profundo, que estoy seguro de que en algún momento fueron brutalmente apaleadas), se sientan en confianza, entre amigos, viendo que uno, que es donde ellas viven, se va llenando de palabras como ellas y que las dice sin pudor ni temores ni consideración, que las deja salir como son. Y cuando las palabras acurrucadas en el rincón se dan cuenta de eso, se desenroscan lentamente, asoman la cabeza y después de mirar que no haya palos o golpes a la vista, empiezan a pronunciar sus nombres. Se dicen a sí mismas. Sale, por ejemplo, la palabra “rabia” (que escondí yo mismo para evitar los problemas generados con sus salidas inoportunas), saca un poco la cabeza, mira a los lados y luego de titubear unos segundos dice en voz baja, con pudor: “rabia”. Y algo alumbra en ese momento. Con decirlo a la palabra se le desinfla el pecho y como que se tranquiliza un poquito. Son palabras muy nerviosas, hay que saberlas tratar. Por eso hay que hablarles mucho.

Yo hablo escribiendo, así con estas letras que voy organizando y que ustedes van leyendo; lo que me da la ventaja de que nadie se ve obligado a aguantar mi presencia y cualquiera puede escabullirse en mitad del primer párrafo sin que yo me dé cuenta y sin sentirme ofendido. Por eso me extiendo hablando y si me abandonan en la próxima frase, muy problema suyo. Hablo tanto que antes de hablarles esto que les estoy hablando ya lo había hablado en mi cabeza antes de escribirlo y mientras lo escribo lo sigo hablando y después de escrito sigo hablando sobre lo escrito y lo corrijo y le cambió un signo de puntuación y borro una frase y pongo otra mejor (o peor), conversando con lo ya hablado, volviendo a decir lo que consideré que no había quedado correctamente hablado o de la manera en que yo quería que fuera hablado.

Y siempre yo. ¿Ven? Como ustedes. Pero en mi caso soy yo el que siempre está dentro de mí. Buscándose el nombre. Viendo a ver cómo es que me llamo en realidad. Hablando y hablando y hablando, de mí. Soy la primera persona en persona.

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