¿Qué habrá sido de -¿Jorge se llamaba?-, ese maravilloso diez del equipo infantil de San Lorenzo, en Envigado? Era chiquito, ojiclaro, con esa solvencia de adulto que tienen los niños demasiado conscientes de su talento. Un completo genio; con o sin el balón ostentaba un garbo de aristócrata que para nada pudo haber aprendido en su humilde familia del barrio San Rafael. Con él me di cuenta de ese algo espiritual, de más allá de este mezquino mundo, que tiene el fútbol. Él era el más, el rey, el sin discusión, el diez. Teníamos once o doce años y -¿Jorge se llamaba?- representaba para nosotros el presente y el futuro del equipo y del fútbol y del municipio y del país y de la vida. Pero nunca llegó a nada. Años después me dijeron que se había perdido en el alcohol. Cuando me lo contaron parpadeó debajo de mi tristeza ese solapado alivio que traen las desgraciadas de los mejores que uno.
¿Y qué habrá de La chinga, Carlitos? Moreno, chiquito; un ratón que cruzaba y recruzaba la calle de punta a punta con sus pasitos cortos y raudos, como escribiendo en letra pegada sobre el pavimento, yendo y viniendo y volviendo a cruzar con el balón ceñido al pie, sin cansarse nunca y sin que nada ni nadie pudiera detenerlo, hasta que le daba la gana de mandar el pelotazo entre las dos piedras que hacían de arquería. La chinga, que fue famoso en el barrio porque lo habían llamado a entrenar en las inferiores del Medellín. Su padre era mesero en restaurantes finos y Carlitos heredó el oficio. La última vez que lo vi, hace más de veinte años, no era el gran futbolista que iba a ser sino un trabajador honesto, un buen ciudadano que hacía angustiosos milagros con el salario mínimo para mantener a su mujer y sus dos hijos.
¿Y dónde estará Ricardo? El hijo de la familia acomodada del barrio, los únicos que tenían casa propia y carro. Usaba tenis de marca y pantalones Levis y Baboo. Y se paraba en la calle (fungiera ésta como cancha o como simple calle) con la doble arrogancia del más rico de los pobres y del calidoso incuestionable. Era muy “técnico” (palabra de adulto que en esa época no conocíamos ni nos importaba) y todo lo suyo daba sensación de limpieza, desde la ropa hasta los movimientos, que parecían recién lavados. Le daban pata tieso y parejo y él siempre seguía como si nada, como si los golpes lo traspasaran, haciendo gambetas con su inasible cuerpo de holograma que aunque estuviera en el suelo no parecía que se hubiera caído. Además de jugar con nosotros jugaba con los grandes, con los duros, con los amigos de su hermano Rafa, que luego empezó a trabajar con la mafia y puso a la familia y a Ricardo a vivir a lo bien. Según tengo entendido Ricardo se dedicó a los negocios que fue adquiriendo su hermano y por eso tampoco llegó a ser futbolista profesional.
Y Manolete, el que le hacía los mandados a las señoras de la cuadra, el mejor defensa, el que de tanto aguantar golpes en su casa había terminado por no sentirlos en ninguna parte, el hijo del borracho, el sumiso al que todos se la montábamos y que dejaba pasar las burlas con la misma imperturbabilidad de granito con que se paraba en el área a no dejar pasar una sola pelota. Aunque hubiera podido llegar a ser uno de los mejores defensas del mundo, Manolo nunca pensó ser futbolista, porque creo que nunca pensó ser nada. Ni siquiera pensó llegar a ser el que fue años después: uno de los sicarios más sanguinarios de don Gustavo Upegui (siempre preocupado por generar oportunidades laborales para la juventud futbolera). Me contaron que terminó tirado en mitad de una calle con el cuerpo hecho un colador, como había dejado él a tantos, antes de que le tocara el turno.
Y Nando, astuto y vigilante, un as para robar balones en la cancha y lo que fuera en donde le dieran papaya, que después se convirtió en abogado; y Juanfer, un señor desde chiquito, correcto y reprimido, que hizo una carrera universitaria, se casó y formó una linda familia. Y los hermanos Beto y Juan Carlos, que en la cancha se entendían como gemelos y que debieron haber nacido haciendo paredes. Y chepe y el mono y Tapias… todos ellos los mejores jugadores de fútbol de mi vida. Mi íntima selección Colombia de todos los tiempos que no existen.
Los recordé hace poco, a mis cuarenta y cinco años, en otra ciudad de otro país, viendo el partido de Colombia contra Costa de Marfil con un grupo de colombianos menores que yo, que crecieron en barrios distintos pero igualitos al mío y que jugaron en calles parecidas a la mía y en equipos como los míos. Todos los que estábamos en esa reunión íbamos a ser jugadores profesionales en algún momento de nuestras vidas y aunque ninguno lo fue todos lo seguimos siendo; porque quien ha pasado horas y horas de tardes y tardes de años y años jugando fútbol en calles, potreros y canchas, acariciando el anhelo de ver un estadio aplaudiéndolo, ya es un futbolista profesional para toda la vida aunque no lo llegue a ser nunca, aunque luego trabaje como empleado de un almacén o se pase los días en una oficina o se queme las pestañas arañando un posgrado. Son los que se juegan la existencia en el picado del medio día en la empresa, los que se fracturan el fémur en el cotejo con primos y cuñados en un paseo familiar, los que pontifican como eruditos y se arrancan los pelos como entrenadores viendo un encuentro de barrio o una recocha de niños de jardín infantil o una final del campeonato del mundo.
Ahí estábamos, esa tarde del mundial 2014: un obrero de fábrica, un dependiente de almacén, un estudiante becado, un profesional sin trabajo, un ejecutivo en ascenso y un periodista sin periódico, absortos, analíticos, ansiosos, metidos en el partido como si no estuviéramos en la sala de un pequeño apartamento de inmigrante en el centro de Buenos Aires sino en el estadio Nacional Mané Garrincha de Brasilia, sentados en el banco, esperando el posible cambio para entrar a la cancha y arreglar las cosas.
Poco antes de terminar el primer tiempo con empate a cero, Carlos Sánchez intentó un pase de profundidad a Teófilo Gutiérrez, pero el juez de línea levantó la bandera y abortó una jugada que nos hubiera puesto a ganar. David, el dueño de casa, un moreno fornido del barrio Castilla, que llegó a estar en las inferiores del Nacional y que ahora trabaja en la bodega de un almacén de zapatos en la Plaza Miserere, se paró furioso por la falta de malicia de Sánchez y enojado se puso a reconstruir la jugada para mostrarnos cómo debería haber sido, cómo la habría hecho él. Señaló hacia el fondo del apartamento y dijo que por allá venía Sánchez, entre la lavadora y la entrada al patiecito y que lo que debía haber hecho no era mirar solo a Teófilo, que estaba acá en la sala al lado de nosotros, sino a Cuadrado que estaba más cerca y más estratégicamente situado, en la cocina, entre el patio y la sala, al lado de la mesita del comedor. Vimos a Sanchez entrando desde el patio con la respiración acezante, seguido por dos corpulentos africanos y a Cuadrado en la cocina, escoltado por la mesa del comedor, atento al pase, y a Teófilo ahí en la sala, a nuestro lado, respirándonos en la nuca, entre los sillones desparramados y la mesita de centro llena de ceniceros repletos.
Miré hacia la puerta de garaje que daba a la calle y vi bajo los tres palos a Boubacar Barry, el arquero de Costa de Marfil, nervioso y vociferándole a sus compañeros. Giré la cabeza en dirección contraria, hacia la entrada del patiecito para ver en qué andaba Sánchez, pero en ese momento apareció otra selección en la cancha y a quien vi fue a Manolete, más vivo que nunca, contento, sin balazos en el cuerpo ni golpes de la vida, que acababa de recuperar el balón y avanzaba imparable desde el fondo de la casa haciéndole quite a la lavadora y forcejeando con la nevera antes de chutar el balón con toda la fuerza de su tristeza ciega en dirección a La chinga que apareció corriendo por la cocineta, sonriente, sin extenuantes horarios nocturnos ni penurias económicas, y que después de bajar el balón con maestría arrancó llevándose la marca de la caneca de basura y la mesita del comedor, antes de ser frenado de golpe por el muro que separaba a la cocina de la sala y no sin antes lanzar un pelotazo que cruzó la puerta y llegó a la sala pasando por encima de nuestras cabezas hasta posarse en los pies alados de un Ricardo que se venía proyectando sin el peso de los negocios densos de la mafia y que al recibir la bola fluyó entre la marca a presión de tres sillones gruesos y el sofá, con sus gambetas de ilusionista, y le hizo un túnel a la mesita de centro para luego entregarle un pase corto a -¿Jorge se llamaba?-, rubicundo, alegre, sin alcohol ni orfandad, que apareció por la derecha y le devolvió el balón en una hermosa pared que dejó a Ricardo frente a la mecedora, lo único que ahora lo separaba del arquero Barry. Pero en vez de chutar directo al arco, Ricardo levantó la bola en un globito que dejó a la mecedora viendo chispas y que -¿Jorge se llamaba?-, interceptó con una palomita que puso el balón en todo el ángulo superior derecho de la arquería, donde había un vidrio roto y donde el pobre Barry nunca podría llegar. Entonces salté de mi silla y grité desgañitándome “Gooooollllllll”, hijueputa, de mi Colombiaaaaaaa queridaaaa!! mientras miraba el tumulto que iban formando La chinga, Ricardo, Manolete, Nando, Juanfer, Beto, Juancarlos y todos los futbolistas del mundo que nunca pudieron ser, apelotonados sobre la humanidad derrumbada en las baldosas de –¿Jorge se llamaba?- y mientras mis amigos me miraban preguntándose si me la había fumado verde.