Tareas no hechas

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El espeluznante caso del inspector Valdo Martínez

Es el primer tren de la mañana y las dos profesoras del colegio especial entran al vagón entre el griterío emocionado de los niños que por fin realizan el sueño del paseo prometido desde comienzos de año. Bamboleantes morrales coloridos y loncheras con dibujos de Minions, Mickeys, Peppa Pigs y fotos de Violeta, vivifican el gris vagón. Los rostros redondos de los chicos Down atisban aquí y allá, miran con sorpresa a los pasajeros somnolientos que viajan a esa hora. Las profesoras dirigen a los niños hacia una banca y todos se sientan. Valdo, siete años, televidente compulsivo, amante de las series policiacas, actor en potencia, urgido por crecer para poder ejercer esa profesión, no se resigna a quedarse sentado y se desplaza por el pasillo al ritmo del traqueteo del tren; cuando se aleja demasiado la profesora lo llama y Valdo regresa sonriente. En la siguiente estación el tren se detiene, un hombre se despierta asustado con el timbre de la puerta y sale raudo; entran algunas chicas con el pelo mojado rumbo a su trabajo en alguna fábrica de confecciones. Cuando la puerta está a punto de cerrarse irrumpen, como una tromba, los tipos. Son tres. El más alto y más flaco tiene la cara marcada con hondos vestigios de acné, lleva una chaqueta raída de cuero, botas sucias con una mezcla de barro y algo que parece sangre; empuja a sus compañeros con gestos bruscos. Pisan fuerte y hablan bronco, retumbante. El segundo hombre, rubio, con una cicatriz que le cruza la mejilla derecha, mira desde los ojos chiquitos, enrojecidos, rabiosos.

– Pásame el vino que no vas a dejar nada –dice.

El tercer hombre, enjuto, pelo liso y corto, rostro anguloso en forma de triángulo invertido y unos ojos azules, acuosos, como de enfermo, pasa la caja de vino de mala gana y da una mirada amenazante al interior del vagón. Las profesoras se yerguen, crispadas, y miran a los niños, absortos en sus cosas: Ricardo y José pelean por un carro de plástico que no es de ninguno de los dos, Valdo le resume a Juliana un capítulo de La ley y el orden, Lucas y Verónica exponen el rostro al viento que entra por la ventanilla, Matías trata de abrir la lonchera.

El tipo enjunto de los ojos de enfermo hace un gesto al alto y flaco. El alto y flaco se mete la mano al bolsillo y saca una navaja aparatosa. La hoja brilla con la luz mortecina del vagón y el destello transforma el aire en una sustancia densa y oscura. Las chicas con el pelo mojado, en un acto reflejo, aprietan los bolsos contra el vientre. Los otros pasajeros miran de reojo, expectantes, tensos. Los hombres se rotan la caja, dan tragos largos y torpes que dejan hilos de vino descendiendo por las comisuras de los labios; hablan cada vez más fuerte, cada vez menos para ellos mismos, dueños del vagón.

– Vivo no quedó el hijo de puta – dice el de los ojos de enfermo.

– Quién lo mandó a torcerse – contesta el rubio de la cicatriz.

Se dan otro trago y miran a los pasajeros.

– Bueno, va siendo hora de que nos levantemos una platica – dice el flaco y alto, en voz alta.

Los pasajeros palidecen. Las profesoras giran nerviosas hacia los chicos que siguen desentendidos, absortos en sus asuntos; menos Valdo, que observa a los hombres con atención, la mirada fija y decidida.

Los tipos hacen un silencio súbito y recorren las caras de los viajantes con ojos inquisidores; amagan avanzar. Los pasajeros, animalillos paralizados, sólo atinan a mirarse de reojo unos a otros. Valdo se pone de pie y camina hacia los hombres. La profesora brinca tras él, Valdo la evade y avanza sin mirar atrás. Llega frente al flaco y alto y le apunta con la mano en forma de pistola.

– Quieto ahí, están detenidos – dice serio, amenazante.

El flaco y alto baja la cabeza y encuentra el rostro redondeado de pomulos salientes, cuello corto y ancho, y unos ojitos negros que lo miran con determinación detras de las estrechas rendijas. Se queda flipando un eterno instante mudo, trata de ubicar la situación en los archivos de las reacciones aprendidas. Una carcajada abrupta del rubio de la cicatriz quiebra el silencio cerrado. El de los ojos de enfermo lo sigue con una risotada borrascosa. El flaco y alto mira a sus dos compañeros, mira a Valdo y suelta su propia carcajada con todas las ganas; continúa riendo por un rato, se dobla sobre sí tomándose el estómago con las manos; ríe cada vez con más fuerza, más allá de su voluntad, y su rostro duro y agrio muta en un gesto angustia placentera, como si se estuviera desprendiendo de algo. Valdo permanece impertérrito frente a él, apuntando. El flaco toma aire, da un respiro, mira a Valdo y le acaricia la cabeza. Valdo no da su brazo a torcer.

– Está detenido, póngase contra la pared.

El flaco se da vuelta y apoya las manos contra la puerta del tren. Valdo, que le llega a la cintura, se toma su tiempo para requisarlo. Luego da unos pasos atrás y lo señala.

– Esta vez te dejaré ir, pero no quiero volver a verte por aquí – dice perentorio, da vuelta y avanza con pasos firmes de representante de la ley hacia el lugar desde donde lo miran, atónitas, las profesoras.

Cuando llega al lado de sus compañeros empieza a dar salticos, pleno, con la satisfacción del deber cumplido. Los tres hombres, con la navaja en la mano, siguen a las carcajadas. Los pasajeros sonríen con timidez y uno que otro ríe francamente. El tren sigue su marcha con un traquetear rítmico y liviano.

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