El punto G de Valeria era su imaginación, traviesa entidad que no estaba ubicada en ningún sitio especifico de su cuerpo, pero que se paseaba libremente sobre la totalidad de su ser y recorría con descaro sus cabellos, sus poros y el ancho de su espalda, que hacia remolinos entre sus piernas y cosquillas en sus pies.
Sin necesidad de acariciar a Lolita su vagina de apariencia inofensiva, ella podía experimentar delicias inexplicables con solo recordar algún placer del pasado, con observar una foto sugestiva o fantasear con una historia de amantes fugaces. Sin demasiado esfuerzo el orgasmo llegaba para Valeria de forma natural, explosiva y feliz.

A veces salía sin calzones a la calle, le gustaba como el viento jugueteaba por sus partes bajas y porque Lolita le pedía un poco de aire fresco. En esos días traviesos llegaba temprano a la casa, comía un poco de crema de chocolate y bailaba como trastornada sin la opresión del brasier y con sus pechos dulces como duraznos moviéndose al compás de la música rara que a solas le gustaba escuchar. Bueno, en ocasiones no estaba sola, ya que su vecino del edificio de enfrente, el galán de la cuadra, la observaba extasiado, pues Valeria en un descuido intencional dejaba abiertas de par en par sus ventanas.
En los períodos ajetreados, en donde se sobrevive pero no se vive y con poco tiempo para respirar, Valeria encontraba la forma de exorcizar su tensión y liberar sus cargas, a través del pleno conocimiento de aquellos puntos de goce que denotaban sus gemidos. No era un ritual o magia, era más bien una forma de descargar ansiedades y transformarlas en dulces sueños.
Valeria tenía un amante, que la visitaba de vez en cuando y de cuando vez, ambos eran el juguete del otro, ambos se cosificaban por esa pasión que despierta el cuerpo ajeno, por esas ganas de saborear lo que un alma contraria puede ofrecer en momentos de delirio. El tanteaba los labios de ella con sus decididas manos y a ella le gustaba tumbarse encima del pecho suave y velludo de este. Detrás de la puerta, sus gatos no comprendían los singulares sonidos y raros comportamientos de su madre humana, que a veces se asemejaba a una felina en celo.
Mientras el susodicho dormía a su lado, esta decía para sus adentros: Siempre tuve miedo de ser como esas mujeres que llegan a los 70 años, llenas de memorias arrugadas pero sin historias de erotismo, que durante su vida no pudieron experimentar un orgasmo. Viejitas a las que les inculcaron historias de miedo y pecado, que les enseñaron a ser mecánicas y a entregar su cuerpo por el deber hacia un esposo y por la posibilidad de ser madres, en vez de hacerlo por el amor a sí mismas, por el amor a su coño y por el deleite propio, esto las hubiera hecho más felices a ellas y su compañero permanente o transitorio.
Valeria consideró como una señal divina, que su nombre se escribiera con V de Vagina, por lo tanto no había motivos para tenerle miedo a esa parte de su cuerpo, que no era un simple agujero negro, que más bien era un espacio lleno de posibilidades y la libertad de absorber afectos y experiencias, que no era justo castigarla con prejuicios, mucho menos negarla, porque además era demasiado inquieta como para ser ignorada. Entonces en un acto protocolario en el que invitó como testigos importantes a sus seis sentidos, esta decidió que Lolita y su imaginación tenían que conocerse pues sospechaba que las dos juntas podrían llegar a ser grandes camaradas.
Y así empezó la recolección de complacencias que iban desde el más pequeño y sutil roce en partes ortodoxas del cuerpo, hasta explosiones enteras que como ráfagas impregnaron la memoria de Valeria, quien fue la más beneficiada de esta liberación que ocurría dentro y fuera de sí, porque nunca supo negarse a ese placer que por derecho le pertenecía.
En homenaje al orgasmo femenino.
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Imágenes: Ilustraciones de Guido Crepax de su comic Valentina