La rutina es una enemiga cruel y si te descuidas puede sepultarte en lo más profundo de lo habitual, pues confundes la tan anhelada estabilidad con la zona de confort, donde tienes todo bajo control pero nada sucede, nada crece, nada florece.
Poquito a poco y tal vez sin darme cuenta, me convertí en un ser mecánico. Porque aparentemente respiraba, llegaba temprano a mi trabajo, comía ligero para que no me saliera panza, a veces sonreía, no me despeinaba y me llené de miedo porque fue más grande mi deseo de hacer parte del mundo, que se me olvidó vivir de manera intensa.
Recordé con pesar, aquella intrepidez perdida que muchas veces fue mi sello y mi estilo de vida, que luego revestí con el traje de dignidad y abrigué con la experiencia de mis tropiezos, hasta que me volví demasiado sabia para equivocarme y demasiado aburrida para sentir. Así que solo me quedaron las historias pasadas y como tesoros los guardaba por ser los vestigios de emociones extinguidas.
Entonces cansada de tantas cuadrículas, decidí dibujar laberintos con la firme intención de perderme en ellos, sin sospechar que te encontraría allí, en uno de esos recovecos de mi sensualidad escondida. En una tarde de lunes cuando saboreaba un helado de vainilla francesa con chocolate y llevaba puesto el vestido azul que había comprado hace meses y que nunca había usado. Para hacer más inesperado el acontecimiento, ese día me sentí rebelde y no me puse calzones.
Y no, mi vagina no te estaba esperando, ni sospechaba siquiera el encuentro que iba tener algunas horas después. De forma inocente yo quise dejarla respirar un poco y por eso la había liberado del yugo de las bragas. Lo tuyo fue casualidad, llegaste al mismo tiempo que el viento, igual de fuerte e insolente y sin la más mínima consideración con mi cabello, porque el objetivo de ambos fue despeinarme.
De lejos noté que no tenías futuro, que no tenías cabeza para los asuntos serios y que tus pies no frecuentaban mucho la tierra, sin embargo quise verte de cerca y disfrutar más del presente apasionado que me ofrecías a manos llenas y con el corazón vacío.
Como no tenía nada que perder, te deseé sin miedo a mostrarme ansiosa, con hambre o vulnerable, no quise fingir haciéndome la rogada, o la indiferente. Y tú me quisiste sin prevenciones, ni cuentagotas, fueron sentimientos desbordados a raudales como deberían ser todos los idilios inundados por la pasión.
Y me encontraba, desnuda de verdad, de cuerpo y de mente, sin los trajes pesados del prejuicio, con ansias locas por llenar tu cuerpo de vino, por lamer hasta el último rincón y que no quedara gota de ti sin probar. Lo hicimos en tu garaje, en tu sofá rojo, en tu cocina, en tu piso de madera sintética y en todos los espacios diferentes a la cama, que solo era utilizada para dormir.
Tú eras mi cómplice y el motivo de mi desconcentración matutina, el solo hecho de recordar tu olor o la curva de tus labios me llevaba a placeres indescriptibles, que no pudieron ser contados con palabras pero si reflejados a través de alteraciones en mi cuerpo, con humedad, pezones encendidos y pupilas dilatadas.
Cansado o envidioso de nuestros gemidos, uno de tus vecinos llegó a decir que nos habíamos enloquecido, sin embargo, fue todo lo contrario ya que estábamos muy cuerdos y muy conscientes, pues emprendimos juntos una cruzada implacable con la misión de robarle al tedio, un poco de esa vida apasionada que se escapó con cada acto de cotidianidad.
Así como llegaste de manera inesperada, muy pronto te tuviste que ir bastante lejos, a tantos kilómetros de distancia que no me alcanzaron los abrazos de despedida. No obstante, acepté tranquila tu adiós y miré la situación a través de las gafas de la impermanencia. Desapareciste en el momento perfecto y antes que pudiera enamorarme, encoñarme o peor aún, antes que te volvieras normal, rutinario o parte del paisaje y perdieras ese olor de amante nuevo que tanto me gustaba y que siempre voy a recordar.
Una gota del chocolate derretido cayó sobre mi vestido azul y me sacó del cuento erótico que había armado en mi cabeza. Todo fue culpa de mi juguetona imaginación que voló alto, cuando tomé los ojos felinos y el cabello desordenado de un transeúnte que por un breve instante me miró lascivamente mientras yo saboreaba mi cucurucho.
Me levanté de la banca pues empecé a sentir mucho frío, vi como el sol empezaba a ocultarse en el horizonte y entonces recordé que esa tarde no llevaba calzones.
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Imágenes: Lynda Carter