Tener un propósito es confundir la vida con la muerte y viceversa.
Me explico: cuando nos hacemos un propósito asumimos que viviremos lo suficiente como para cumplirlo; es decir: le damos vida a esa incertidumbre que es el futuro. Igual y sí podríamos morir mañana; un propósito no es una forma de evitarlo, pero nos da la esperanza de que sí. De que habrá un mañana.
Por otro lado, al proponernos algo también confundimos la muerte con la vida. Uno de los propósitos de un propósito -valga la redundancia- es dejar huella, dejar un legado; es decir, que nuestros actos trasciendan a nuestra inevitable muerte. Que no seamos olvidados. No es gratuito que muchas culturas relacionen la muerte con el olvido. Hasta Disney ha jugado con esta premisa en películas como Coco, donde vemos a la muerte más allá de la muerte como el momento en el que la persona es olvidada por sus seres queridos.
Tener un propósito es -entonces- una forma de asumir que moriremos algún día, pero que no necesariamente tiene que ser hoy.
Eso me lo enseñó Nala: una shih tzu de 12 años, crespa y de unos 6,4 kilogramos de peso. Mi mamá la adoptó ya hace mucho tiempo e hizo de Nala una versión de ella misma en miniatura; ambas son como dos pensionadas que se hacen compañía.
El problema es que a Nala se le empezó a hinchar el vientre.
Yo, quien estoy a su cuidado en este momento, la llevé al médico con sospecha de timpanismo, que es cuando a los perros se les hincha el estómago por culpa de los gases, y le di medicamentos.
Estos no funcionaron, así que la llevé a la veterinaria una vez más; ésta vez, para una ecografía. El examen reveló lo peor: Nala tiene un cáncer de hígado muy severo. Y -palabras de la veterinaria- es un milagro que esté viva.
La posible causa de tal milagro: que Nala esté esperando al regreso de mi mamá que está fuera del país. La veterinaria me dijo que Nala pareciera tener un propósito porque no sólo está con vida, sino que tiene un buen apetito -cada vez más selecto- y no refiere dolor. Durante la ecografía, por ejemplo, nunca se quejó. Estuvo estoica.
Nala está -en ese sentido- confundiendo a la muerte con la vida al tener un propósito para estar en mejores condiciones de las que debería estar ante tal diagnóstico. Acá está a mis pies descansando sobre la cobija gris con la que antes me cubría mientras leía. Sigue confundiendo a la vida con la muerte, aunque temo que no será por mucho. A veces el propósito es descansar y ya. A veces la vida y la muerte dejan de confundirse.
Por ahora mi propósito es cuidar de ella tanto como sea posible. Ya, después, mi propósito cambiará.
Igual, eso lo decidirá mi lóbulo frontal.
¿Qué es el lóbulo frontal? Primero que todo, es exclusivo de especies complejas. Nala tiene uno, por ejemplo; pero en su caso este representa menos de una tercera parte de lo que el lóbulo frontal representa para el cerebro humano. Y eso que decir una tercera parte es quedarse corto. Porque en el lóbulo frontal se encuentra algo aún más importante: nuestra razón. El lóbulo frontal es nuestra cabina de mando y -por eso mismo- es en esta parte del cerebro donde se generan nuestras motivaciones. Valga la pena otra referencia de Disney: Intensamente.
Al acto salvaje de cortar los nexos entre el lóbulo frontal y el resto del cerebro lo llaman lobotomía y hubo un tiempo en el decían que servía para curar enfermedades mentales. Hicieron miles. Hasta que se dieron cuenta de su propia locura.
Se ensañaron sobre todo con las mujeres: el 85% de las personas a las que se les hizo una lobotomía eran mujeres. Hay un hermoso documental colombiano al respecto que -hasta donde sé- está en cartelera: Ana Rosa.
Se trata de un largometraje en el que la cineasta Catalina Villar reconstruye la historia de su abuela, Ana Rosa, una de las miles de mujeres a las que se les realizó una lobotomía, quitándoles el nido de sus propósitos; ya que, sin lóbulo frontal, no tendríamos mayores propósitos.
Me aturde pensar en una vida sin propósitos.
Los propósitos no sólo son parte de lo que somos. También nos dan felicidad.
En 2005, Sonja Lyubomirsky (Universidad de California-Riverside), David Schkade (Universidad de California-San Diego) y Kennon M. Sheldon (Universidad de Missouri-Columbia) publicaron un artículo en el que, con base en varios estudios, dividían las fuentes de la felicidad en tres.
Un 50% de la felicidad se debía a una suerte de predisposición genética. Había, en ese sentido, personalidades más melancólicas y otras más alegres. Algo similar a los tipos sicológicos de Carl Gustav Jung.
Otro 10% se debía a cambios en nuestras circunstancias. Es decir: a cambios en nuestras condiciones de vida. Esto sin importar si estos cambios eran dolorosos -la muerte de nuestra mascota- o alegres -el nacimiento de un hijo.
En el estudio se hace referencia a lo que los autores denominan adaptación hedónica. Este concepto hace referencia a la resiliencia que tiene nuestro cerebro para asumir tanto lo malo como lo bueno y volver a los mismos niveles de felicidad de antes del evento. Es decir: su capacidad para seguir.
Es un concepto válido tanto para eventos catastróficos -como perder la movilidad- como para eventos alegres -ganarse la lotería. Lo que han demostrado los estudios es que después de un tiempo las personas vuelven al mismo nivel de felicidad en el que se encontraban antes del evento. Es decir: ganarse la lotería lo puede hacer a uno feliz, pero no por toda la vida; y, en viceversa, perder la movilidad lo puede hacer a uno infeliz, pero no por toda la vida. “Todo pasa”, dirían las abuelas.
Esto explica, por ejemplo, la capacidad que tenemos los humanos de seguir con vida tras experiencias tan impactantes como el haber sobrevivido a un campo de concentración. Si quieren ahondar en esto, les recomiendo la obra del siquiatra austriaco Viktor Frankl, él mismo superviviente del holocausto y quien, con su experiencia, se inspiró para escribir El hombre en busca de sentido.
Pero, volviendo al estudio de Lyubomirsky, Schkade y Sheldon ¿qué pasa con el 40% restante de lo que nos hace felices? Según los autores, ese 40% son los propósitos. ¿Por qué?
¿Por qué? Volviendo a Frankl, los propósitos le dan un sentido a nuestra vida, incluso cuando esta se enfrenta a tragedias como una Guerra Mundial. Los propósitos nos dan una razón para vivir. Por eso mismo, nos dan una identidad: nos convertimos en nuestros propósitos. Hasta el punto de que estos determinan nuestro aspecto. Tener un propósito es, en ese sentido, adquirir una nueva piel.
Pero, sobre todo, tener un propósito nos hace movernos. “Si quieres que algo se muera, déjalo quieto”, dice el cantautor uruguayo Jorge Drexler en alguna de sus canciones.
Los propósitos son como la utopía. “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces ¿para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar”, nos dice otro uruguayo: Eduardo Galeano.
La existencia es movimiento. Las huellas son -a su vez- huellas del movimiento. Algo dejó huella porque se movió. Por eso Nagarjuna no juzga la existencia: porque las cosas, al moverse, tienen un propósito. Entender que nos movemos nos permite conectarnos con el movimiento ajeno. Hasta que llega un punto en el que no nos novemos más. ¿Y el resto del mundo? El resto del mundo sigue en movimientos. Hay propósitos que son trascendentes.
A inicios de este año viajé a Vichada. Lo hice cumpliendo con un propósito: el de conocer todos los departamentos de Colombia. Solo me faltaba Vichada. Estando allí -a orillas del Orinoco- leí el estudio de Lyubomirsky, Schkade y Sheldon. No tenía nada más que leer porque habían apagado la luz y no pude seguir leyendo los libros que llevaba. Igual y no me quejo.
Este estudio fue como una epifanía para mí. En ese momento pensaba en que, al regresar del viaje, volvería a mi trabajo como profesor y que no sabía qué trabajo les iba a poner a mis nuevos estudiantes. Leyendo este estudio lo decidí. Les puse de tarea ponerse tres propósitos y que, al final del semestre, me contaran cómo les había ido tratando de cumplir con ellos.
Ojo que les dije que tratando porque, a fin de cuentas, no me interesaba saber si habían o no habían cumplido con su propósito. Lo que quería entender era el proceso, sin importar si fracasaban en el intento.
Ahora, yo sé que yo no soy el profesor de mis lectores, pero si quisieran seguirme el juego, les propongo el mismo ejercicio: piensen en tres propósitos y me pueden contar en los comentarios o por redes sociales sobre cómo les va con eso. (Como ya les he dicho, este blog es una de mis propósitos).
La próxima entrada será el 1 de abril y en ella me referiré a cómo escoger un propósito. No quiero irme, no obstante, sin recordarles que, según la RAE, un propósito es el “animo o intención de hacer o de no hacer algo”. Quiero reiterarlo: un propósito puede ser, también, no hacer nada.
Por eso es que en la próxima entrada les contaré sobre un maravilloso libro con un título soñador: El elogio de la pereza, de Paul Lafargue, quien, valga el dato, fue el yerno de Carlos Marx.
Para no perder la referencia a Marx, vale la pena preguntarse si podemos considerar el trabajo como un propósito. Cuéntenme qué piensan al respecto. Yo mientras tanto estaré enfocado en mi propósito de Semana Santa: consentir a Nala tanto como pueda.
El propósito de Nala no lo sé, quizás lo averigüe para la próxima entrada.