Créanme. Yo busqué la sección de niños en la librería. Recorrí dos pisos y sólo encontré un rincón abandonado, sin colores que tenía un bulto de ejemplares de cuentos de Disney y tal vez unos cuantos libros con música para bebés. No había una sección de libros para niños y con razón, no había niños dentro de este lugar.
Me causó intriga, rabia y curiosidad. Entonces visité otra librería. En esta había mas ejemplares de Disney y una sección dedicada solamente a Harry Potter. Sin embargo, me pareció todavía pequeña para los niños, ¡ah! y escondida. Al final del pasillo, donde solo entran quienes se van a sentar en un sofá a leer la ultima revista de moda.
No sé por qué me impactó tanto ese descubrimiento, aunque ahora que lo analizo empiezo a recordar varias cosas.
En mi familia, por ejemplo, no tuvieron compasión, cuando tenía apenas 5 años y aprendí a leer, pasaron de leerme en voz alta los cuentos de Rafael Pombo a sugerirme (con amenaza de castigo) la lectura de Breve Historia del Mundo de Enst Gombrich. Debo aceptar que en una primera lectura no entendía absolutamente nada, leía desganada y con rabia, odié leer por momentos… como odié también el piano (que fue otra sugerencia de mi familia que me citaba semanalmente a clase y que apenas terminó de ser obligatoria cuando entré a la universidad).
Sin embargo, lo que comenzó siendo una tortura se convirtió en un juego. Cada vez que cerraba un libro, cambiaba mi actitud. Empezaba a hablar, a actuar, a ser, e incluso a ver el ambiente tal y como lo había leído en las descripciones. Entonces, si estaba leyendo Las tres preguntas de Tolstoi, salía cuestionando a cuanta persona se me atravesara… o creyéndome un emperador o simplemente sintiéndome distinta, como si tuviera la respuesta a las tres preguntas, que seguramente, comprendí de otra manera en aquel momento.
Hubo pues, luego de una infancia llena de letras y música, un espacio vacío, adolescente, terco y confundido en el que dejé la lectura de ciertos libros a un lado y empecé a preferir las colecciones para jóvenes o los libros de superación personal, recuerdo Chocolate caliente para el alma de los adolescentes o… con vergüenza, recuerdo que también leí a Coelho y peor aún, que lo disfruté. Fue un momento caótico sin duda, pero me recuperé satisfactoriamente. Lo hice leyendo a Ana Karenina y ocupando mis tiempos libres cerrando a Tolstoi para entrar en Dante. Lo clásico, casualmente, lo leí a los 16, con una crisis de adolescente intensa, como todo lo mío. Sin embargo, algo no cambió. También terminaba los libros creyéndome la protagonista, actuando como si fuese otra época, inventando que mi mundo era igual al mundo que acababa de leer y además, terminando mis lecturas con debates frustrados con algunos integrantes de mi familia. Finalmente habían sido ellos quienes me habían salvado con sus recomendaciones (obligadas) de mi crisis Coheliana.
Después de eso, empecé a leer según mis estados de ánimo y mis intereses, obviamente. Y, sin entrar en detalles, siento ahora una enorme satisfacción de saber que todavía puedo cerrar un libro para jugar por semanas o días, mientras termine el siguiente… a ser otra, en otra parte.
Mi satisfacción, sin embargo, es incompleta. Luego de visitar librerías quise ir a algunas bibliotecas y aunque en Medellín el tema de estos espacios es prioridad y ha recibido inversiones… debo decir que encontré espacios vacíos, cómodos eso sí, pero muchos de ellos con estanterías vacías. Enormes espacios para libros que si mucho, tendrían máximo 300 libros para colorear.
Y hablamos de los niños y de las ferias de libros, de los encuentros de literatura y de la necesidad de leer. Tocamos esos temas, pero poco hacemos para que quienes lean sean los pequeños, para que ese hábito se convierta luego en una pasión insaciable, para que semejante pasión se inculque desde temprano y no tenga que convertirse en una tortura cuando a los 14 o 15 años un profesor de bachillerato obligue a los adolescentes a leer El Mio Cid.
Me gustaría, que como me sucedió a mi, los pequeños comiencen leyendo a Julio Verne, tal vez sin entender una sola palabra y con un poco de rabia por la obligación y el tedio. Me gustaría porque se que luego esa obligación se convertiría en necesidad y finalmente, todos terminaríamos leyendo El Principito con el mismo asombro y curiosidad que definitivamente, solo tienen los niños.