El señor de las moscas

Por Manfred Ayure Figueredo. Director Sección Juvenil CBJML.

“Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo;
Todo hombre es una parte del continente,
una parte del océano.”

John Donne.

No creo que se trate de un exabrupto afirmar que uno de los propósitos de la escuela es revertir, controlar, domeñar la pulsión que todos los seres humanos tenemos hacia la violencia.

Por supuesto que la escuela, como lugar y tiempo para la (con)-formación de lo que nos hace humanos, tiene objetos más loables y dignos de encomio: propiciar el encuentro con la belleza y la bondad que hay en el mundo, reconocer que la justicia debe ser un principio de vida, ayudar a construir la identidad desde el reconocimiento del otro y para el otro.

Sin embargo, considero que la escuela no puede ser renuente a comprender que la violencia está presente en nosotros, en nuestra proto-humanidad, en parte de esa naturaleza que nos constituye, de la que venimos.

El señor de las moscas

En este sentido, parece ser ésta la reflexión que descansa en la célebre novela El señor de las moscas (1954) del escritor británico William Golding, obra en la que se relata la historia de un grupo de niños que, luego de padecer un terrible accidente aéreo, quedan varados a su suerte en una inhóspita y deshabitada isla.

Tras un primer intento de organización con normas y reglas, empiezan a gobernar el miedo y el caos, y con ellos afloran los instintos más oscuros propios del ser humano. La ley del más fuerte parece ser el único principio que determina la vida de todos los pequeños que allí intentan sobrevivir.

Es, por lo tanto, la violencia la verdadera protagonista de esta historia, personificada en la figura del señor de las moscas, un ser al que los niños le rinden culto, una fuerza que rige el destino de todos esos infantes.

Por supuesto que ninguna escuela podría ser esa isla deshabitada en la que reinen sus dos majestades: el miedo y el caos. Por el contrario, toda escuela debe ser, por antonomasia, el lugar más seguro para cualquier niño y niña.

Dentro de sus muros debe existir no sólo un marco normativo que intente regular la vida en comunidad, como sucedería en cualquier sociedad civilizada, sino que asimismo debe estar fuertemente sustentada por una clara disposición ética que busque orientar las conductas humanas hacia valores como lo bueno, lo bello, lo justo y lo noble.

Ese marco normativo y esa disposición ética sólo podrán estar fuertemente consolidadas si la escuela es capaz de contemplar frontalmente que la violencia también hace parte de nuestra condición humana, que descansa en el terreno de nuestros instintos y que gracias al ejercicio de la razón y de aquello que llamamos conciencia ha sido reducida, sometida, subyugada.     

La Escuela

Para ejemplificar lo anterior, imaginemos ahora la siguiente escena kafkiana: un buen día, en un salón de una escuela, aparece un niño que ha amanecido convertido en un insecto. El niño llega caminando con rapidez y ligereza gracias a sus seis patas y trata de acomodarse con dificultad en el escritorio que le ha sido asignado.

Mientras tanto, los otros niños lo miran con extrañeza y con algo de incomodidad pues no se ve como ellos, no camina como ellos y no se comporta como ellos.

Con seguridad, la reacción más primaria para una pequeña cría de ser humano sea el rechazo dado por la repugnancia que provoca o por la sospecha que genera o por el miedo que desata aquel niño extraño.

Si ese niño convertido en insecto hubiera sido parte de aquel grupo de infantes perdidos en una isla desierta, con certeza hubiera sido la presa ideal para que los niños convertidos en salvajes desataran contra él toda la furia, el miedo y la paranoia que esas condiciones les hubieran podido generar.    

Normas en la escuela

En esta misma línea, supongamos, entonces, que en dicha escuela hay una norma clara y tajante que manifiesta que a ningún niño convertido en insecto se le puede vulnerar, se le puede agredir.

Esperaríamos que la manifestación de la norma fuese un camino más que suficiente para evitar cualquier acto violento en contra del niño insecto. Pero, en realidad, sabemos que no es así.

Sólo a través de la comprensión profunda de la naturaleza humana, de lo que somos como especie, de nuestros más bondadosos intereses, pero también de nuestros más sombríos instintos se logrará tornar esa mediata acción violenta en un proceso de conocimiento y de aceptación del otro, en un reconocimiento de sus características únicas que lo hacen un ser sin parangón.

Porque, de lo contrario, podríamos enfrentar un vacío, una escuela que vive en la superficie y cuya profundidad es escasa o nula. Los sujetos podríamos devenir en meros objetos de unas emociones falsas, infundadas, carentes de sentido.

Un mundo feliz

La negación de lo que es lo verdaderamente humano, de la naturaleza que nos acompaña desde los albores de la especie no daría espacio a una mejor versión de lo que somos, sino a una existencia no verdadera.

Y, entonces, pienso en esa sociedad indeseable construida con tanta maestría por Aldous Huxley en Un mundo feliz(1932).

Es aquel mundo el imperio de la felicidad; pero no de una felicidad y de un bienestar auténtico, sino de un sucedáneo, de un remedo, de una sombra, de un mero espectro que no trasciende sino sólo en apariencia.

Allí, en ese lugar, aquel niño extraño no sería feliz porque, simplemente, no podría ser.

Sólo aparentaría ser pues todo quedaría bajo el yugo de la norma, sin el camino poderoso y trascendente de poder reconocer en el otro lo que nos hace comunes, lo que nos une, lo que, en últimas, nos permite ser verdaderamente en el mundo: nuestra poderosa condición humana.    

Por lo tanto, combatir la violencia en la escuela no debe partir de la negación de la violencia, como si negándola dejara de existir.

Considero que para enfrentar dicho fenómeno debemos primero comprendernos nosotros mismos, saber quiénes somos en el mundo, reconocer nuestra naturaleza y todo lo que en ella descansa.

La escuela será entonces el lugar seguro porque allí se plantean estas cuestiones y se intentan resolver, buscando en lo hondo de nosotros mismos, enfrentando nuestros miedos comunes y compartiendo nuestros más elevados sueños.

Rompamos-el-silencio

No somos islas. Todos nosotros hacemos parte de ese gran continente, de ese océano inmenso y profundo al que llamamos humanidad.

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