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Sainete o tragedia política, pantomima o tentativa de asalto al poder, las amenazas del grupo Wagner y la marcha de sus carros blindados que desde Rostov se dirigían al Kremlin, deja ver la línea crítica que pone en contacto dos formas de fragmentación, las que se presentan simultáneamente en el orden del Estado soberano y en las relaciones internacionales, carentes ellas de una soberanía única; un lazo de engarce que refleja y acentúa los equilibrios inestables, al interior y al exterior de una nación.

El orden interno y el orden internacional

El orden político interno se caracteriza por el poder nacional único; el orden internacional, por la multiplicidad de poderes nacionales que se excluyen a impulsos de sus soberanías respectivas; el primero está tipificado por el gobierno único, el segundo por la ausencia de un gobierno mundial. La anarquía en este último, si se quiere, es normal; en el orden interno, por el contrario, es una anomalía hobbesiana, pues este orden debe suponer la vigencia de un poder superior.

La normalidad de la anarquía en el orden internacional se vuelve perversión con el advenimiento de la guerra entre naciones. La anormalidad de la anarquía en el orden político interno termina convertida en la perversión del golpe de Estado, el pronunciamiento militar o la guerra civil.

La marcha del grupo Wagner para tomarse la sede del gobierno ruso y las invocaciones de su jefe Yevgueni Prigozhin, contra la burocracia y los altos jerarcas militares, reunía como en un conjuro de mala magia tanto la tentación del golpe de Estado en el Kremlin, fruto de la fragmentación interna del poder, como la realidad descorazonadora de la guerra, la de la invasión contra Ucrania, que pone al orden del día la fuerza y la agresión.

Los mercenarios en la guerra

Pregozhine, el oligarca amigo de Putin y gerente propietario de un ejército privado, venía de conseguir sus éxitos sobre el terreno, con la conquista de la ciudad de Bajmut en el este de Ucrania; lo hizo en una campaña militar al compás de las diatribas contra el ministro de Defensa ruso, Serguéi Shoigú, mientras el presidente de la Federación rusa guardaba silencio.

Animado por sus recientes hazañas, a la manera de un guerrero carismático regresaba, ya no solo para sacar de su puesto al ministro, sino para defenestrar al patriarca Putin, su antiguo protector y titular del poder tradicional, como si se tratara de un episodio histórico, suerte de rebelión carismática, auscultada por Max Weber.

Entre tanto Shoigú, el ministro de Defensa, igualmente cercano a Putin, como una fiera taimada en el bosque, daba sus pasos para el asalto seguro contra el enemigo de intrigas que lo asediaba, el empresario y caudillo de mercenarios; lo hacía al poner en ejecución la orden oficial, en el sentido de que todos los combatientes del ejército privado debían entrar mediante contratos en los rangos del Ejército de la Federación, lo cual dejaría sin sus bases al oligarca levantisco.

Jugadas y presiones mutuas

Presionado a pesar de sus logros recientes, Prigozhin, el llamado “chef” de Putin, quiso jugarse el todo por el todo, cruzar su propio rio Rubicón, a la manera de Julio Cesar, para lanzarse a la toma del palacio de gobierno.

Solo que su Rubicón resultó ser un ficticio rio de pesebre, sobre el que regresó repentinamente, para echar marcha atrás, poco antes de aceptar sin explicación un trato con el régimen, propiciado por Lukashenko, el hombre fuerte de Bielorusia y un aliado cercano de Putin. Como resultado de la negociación secreta, Bielorusia acogería al jefe rebelde de los mercenarios, mientras Putin, aunque llamara traidor al oligarca amotinado, ofrecería retirar cualquier denuncia o persecución judicial contra los que participaron en la revuelta. Mientras tanto, los soldados mercenarios de la empresa Wagner iniciarían su enlistamiento en las filas del Ejército oficial.

Control inmediato y perspectivas inciertas

Ciertamente Prigozhin no podía coronar su alucinada empresa de tomarse el poder, tanto más cuanto que no hubo fracturas visibles en las Fuerzas Armadas, además de que ninguna fracción de las élites se pasó a su bando.

Sin embargo, el desplazamiento de sus blindados y de sus hombres puso en evidencia un no-evento de carácter insólito, a saber: nadie salió a oponerles resistencia, ningún regimiento del Estado apareció por parte alguna. No hubo quien los apoyara, es cierto; pero tampoco quien los combatiera, pese al peligro que esta aventura entrañaba para el régimen de Putin.

En consecuencia, el desafío del general de mercenarios y señor de la guerra se disolvió en la nadería de un probable exilio dorado en Bielorusia para el “rebelde” (salvo que la Venganza, esa dama inexorable, le tenga reservado otro destino). Con todo, las fisuras del régimen podrían asomar después; sobre todo, si en la guerra con Ucrania, el Ejército ruso y sus comandantes siguen sin mostrar trazos serios de victoria, una eventualidad muy probable a largo plazo; aunque por el momento, también es verdad, la contra-ofensiva desplegada por Kiev desde la primavera tropieza con una férrea defensa rusa en muchas líneas de combate, según lo ha reconocido el gobierno de Zelenski.

Un empate militar prolongado en Ucrania y una sorda inconformidad dentro del gobierno ruso podrían representar el escenario probable de una inestabilidad, en la que coincidan la falta de control sobre la situación, tanto en el frente externo como en el interno.

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