Foto gratuita banderas de israel y palestina en las paredes

El bárbaro ataque del grupo islamista Hamás en Israel fue una provocación. Naturalmente no dejó de ser un hecho criminal, pero la incursión terrorista entrañaba ante todo una provocación en términos estratégicos y a la vez simbólicos, no importa si para el efecto, tuviera que ejecutar una masacre, a la que por otra parte procedía con gusto y con sevicia.

En un giro frente a sus conductas pasadas, a veces pragmáticas; y asimilando más bien las tácticas y el espíritu del fundamentalista Estado Islámico, quiso desfogar su ira (aunque claro bajo una preparación rigurosa). Quizás aquí todo sea una acumulación del odio por parte del débil, tan a menudo conectado por un hilo interno e indescifrable con la acción del terror. Hamás quiso por supuesto ejecutar esa malhadada acción, como si le saliera de las capas más profundas de una inconformidad colectiva; del ahogo de un pueblo al que prácticamente se le encierra en una estrecha lengua de tierra árida, a su turno, sembrada de controles contra sus habitantes.

Pero también esperaba desatar la ira del enemigo, la furia del ocupante, de ese dominador, por un instante convertido en rey de burlas y así mismo victimizado, aunque lo fuera momentáneamente. El grupo islamista ejecutaba la incursión sangrienta, su osadía terrorista, sin ningún respeto por la eficacia de los servicios de inteligencia del blanco de ataque, sin embargo, bien reputados.

La vulnerabilidad del fuerte.

El repudiable asalto de Hamás, aun siendo un acto de terror, fue también un embate de orden táctico, destinado a causarle daño material y moral a su enemigo, todo ello en los marcos de una correlación de fuerzas abismalmente favorable a este último. De hecho, es la acción más destructiva causada a Israel por cualquier grupo palestino en 70 años de conflicto.

Igualmente implicaba un doble propósito de alcance estratégico. El primero consistía en demostrar que ese enemigo era vulnerable, que podía ser blanco en el futuro de golpes efectivos, por más que los atacantes resintieran la pobreza de su nación y sus desventajas militares. Sin que dejara de ser un crimen, era un mensaje a la vez estratégico y simbólico, acerca de una lucha que se plantea como una larga resistencia, como la guerra de identidad profunda que define a un sujeto colectivo.

El segundo propósito era minar la confianza, una de las fortalezas de su enemigo. Se trata de un objetivo estratégico en el campo de la moral, dimensión que tiene que ver con la voluntad; y que es, en la concepción de Raymond Aron, un recurso fundamental de la guerra. Ahora, si fallare ese recurso en este caso, su resquebrajamiento debería traducirse sicológicamente en la sensación de que Israel ya no estaría en condiciones de ofrecer una seguridad suficiente a sus ciudadanos.

Solo que el plan de ataque no enfocaba objetivos militares en Israel, solo civiles: niños, ancianos, mujeres, personas inocentes. Lo cual es un atentado contra el Derecho Internacional Humanitario, hecho que termina por entrampar la resistencia y por disolver el espíritu de la independencia en el ácido corrosivo de un atentado múltiple a los derechos humanos, razón que inhabilita moralmente a quien, de esa manera, defiende una causa, por más noble que sea su alegato.

La disrupción violenta en una rutina opresiva.

El prolongado y descorazonador conflicto entre el Estado de Israel y la nación palestina ha transcurrido desde 1948 entre las guerras y los estallidos sociales, pero también en medio del estancamiento y la rutina que, lejos de apaciguar los ánimos o de sosegar los odios e introducir una institucionalización razonable y aceptable por las partes, ha albergado una mezcla de desesperanza y de rencores mutuos, apenas disimulados, en una atmósfera de discriminación, pero también de amenazas.

Como consecuencia de la guerra de los 6 días en 1967, Israel además de El Sinaí y los Altos del Golán, ocupó la Cisjordania y la Franja de Gaza. Desde entonces, el Estado ocupante siempre quiso perpetuar un cierto statu quo en el que se mantuviera la precariedad territorial y la vigilancia sobre la población palestina. Claro, en algún momento estuvo dispuesto al retiro de las tropas y abierto a la creación de un Estado palestino; eso sí, de manera que siempre estuviese sometido a una estrecha presión por parte del vecino poderoso.

La realidad sin embargo fue la de que los sectores más poderosos de Israel nunca aceptaron tener como vecino a un Estado palestino con todas las de la ley; como también resultaba innegable el hecho de que los más radicales, entre los palestinos, jamás han admitido la existencia del Estado de Israel. Así entre esas divergencias de fondo, se fue volviendo rutina un deleznable estado de cosas, contra el que ahora irrumpe violenta y ciegamente el fundamentalismo islámico.

Ese estado de cosas incluía la prolongación de una Cisjordania ocupada; incorporaba además el impulso a los asentamientos y la ocupación de Jerusalén Oriental; todo ello coronado por el ascenso al poder en Israel de la extrema derecha, representada primero por el terrible Ariel Sharon, un auténtico azote sin sentimientos ni escrúpulos; y más tarde por  los sucesivos gobiernos de Netanyahu y sus aliados religiosos de tendencia extremista, para quienes el mismo Sharon podría pasar por “tibio”, ya que finalmente sacó a los propios colonos judíos de la Franja de Gaza.

Una rutinización opresiva que convertía a Gaza en lo que algunos han denominado la “cárcel a cielo abierto más grande del mundo”. Rutinización con la que seguramente Hamás quiso romper, apoyado en su voluntarismo sin límites y su mendaz sacralización de la violencia contra los “gentiles”.

Entre el terrorismo y la resistencia de masas.

Con posterioridad a la ocupación de los territorios, los palestinos comenzaron a gestar la lucha por su liberación (que desde luego implicaba la terrible consigna de la abolición del Estado de Israel, hasta cuando Yasser Arafat sentenció que esa eliminación del Estado hebreo debía entenderse como una consigna que había caducado, ya no iría más como bandera).

Esa guerra de liberación contra la ocupación pasó inicialmente por la lucha apoyada en el uso del terrorismo por parte de la Organización de la Liberación Palestina (OLP), una organización que cometió numerosos y resonantes actos de terrorismo entre 1972 y 1976. Con lo cual, los palestinos consiguieron enemigos no solo en Occidente, también se granjearon la enemistad de algunos países árabes como Jordania, el reino de la dinastía hachemita.

Mientras tanto, Israel fortaleció su ejército y su aparato de inteligencia, a lo que agregó un control excesivo sobre el territorio y la población palestinos: el terrorismo de Al Fatah, el ala militar de la OLP, fue seguido por un período de estancamiento político y por un retroceso de la lucha armada durante casi 10 años, hasta cuando estallaron las Intifadas o levantamientos no-armados de la juventud en Gaza.

Agotado estratégicamente el terrorismo de los fedayines, o guerrilleros, surgió de pronto en diciembre de 1987 el alzamiento de la propia población, una movilización portadora de una denuncia clara sobre las condiciones de opresión, a la vez que ponía al desnudo la desproporción descomunal en el poderío militar, esa misma desproporción  que se daba entre las piedras lanzadas por adolescentes y los fusiles Galil, las ametralladoras y los tanques de guerra todoterreno, con los que respondían los soldados israelíes.

De ese modo, el descrédito se extendía sobre la cabeza del Estado judío, que comenzaba a rozar la condición de país paria, algo que también afectaba la política internacional de los Estados Unidos, su protector incondicional. Es cierto, las Intifadas legitimaron la causa palestina, pero también fueron aplastadas por las fuerzas armadas israelíes. Con todo, ellas y la solidaridad internacional consiguieron abrir un espacio favorable a la diplomacia y a la flexibilización de las partes.

Diplomacia, elasticidad y acuerdos.

Aunque derrotadas, las Intifadas ejercieron una presión que llevó a Israel, un tiempo después, a retirarse de Gaza, si bien manteniendo controles asfixiantes; así mismo condujeron a que un ala moderada, sobre todo la de los laboristas, entreviera la coexistencia con un Estado Palestino. En el marco de la negociación sería posible el intercambio de territorio y soberanía para la parte palestina y, por otro lado, seguridad en las fronteras para Israel.

Ya lo demás, era el esfuerzo del presidente Clinton para acercar a los representantes de ambos pueblos, de modo que sentó en la misma mesa a Isaac Rabin y a Yasser Arafat, antiguos guerreros y, en las nuevas circunstancias, convertidos en jefes moderados y pragmáticos, todo lo cual desembocó en los Acuerdos de Oslo de 1993. Dichos acuerdos contemplaron un gobierno interino en territorio palestino, lo que se plasmó en la elección de la Autoridad Palestina, lo que abría la perspectiva para la existencia de dos estados; no obstante, sobre algunos asuntos estructurales no hubo consensos, por ejemplo, sobre Jerusalén oriental, zona reclamada por los palestinos con el propósito de convertirla en su futura capital y que por el contrario había sido tomada a la fuerza por las autoridades israelíes, situación que se mantiene hasta la fecha.

Así, lo pactado en los Acuerdos de Oslo se cumplió a medias; pero en cambio, exacerbó la oposición de los frentes radicales de lado y lado. Además, sobrevino la desaparición de los líderes comprometidos en los acuerdos. Rabin fue asesinado por un fanático judío de extrema derecha y una década después murió el carismático Arafat, casado por lo demás con una cristiana, tan lejos estaba la resistencia de entonces de los fundamentalismos posteriores.

Los extremos y el mesianismo.

 Fracasada la alentadora diplomacia -inoperantes los acuerdos-, vinieron los siguientes treinta años; en medio de la desesperanza, se alejó la solución de los dos Estados, se incrementó el control sobre la Franja y Cisjordania y se continuó con los asentamientos de colonos judíos.

Y mientras tanto tuvo lugar el ascenso de los sectores más extremistas y conservadores en Israel con Netanyahu a la cabeza, al que se han sumado los extremistas religiosos; entre tanto, el partido laborista perdió peso, al igual que los moderados del Likud (partido de derecha gobernante en Israel). En el frente palestino, un conservador, islámico y radicalizado Hamás crecía en apoyo popular hasta alcanzar en 2006 el mando en la Franja de Gaza, mientras languidecía lo que antes representó el revolucionario Yasser Arafat, hoy sustituido por un bonachón y casi inoperante Mahmoud Abbas, confinado con su Autoridad Palestina a Cisjordania, sin ninguna influencia en Gaza.

El escenario no ha podido ser peor: la confrontación de dos mesianismos apocalípticos, según la caracterización del historiador Patrick Boucheron. Dos mesianismos que no solo miran como objetivos de guerra a los aparatos militares y a los estados, sino a la población civil del campo contrario, juzgada como un enemigo secreto e informe –quizá diabólico– al que también hay que aniquilar, porque es carne y sangre del mal; como si le fuera consubstancial a este último. Con lo cual, se llevan de calle al Derecho Internacional Humanitario, casi como un impulso sustancial de la guerra, no como un simple accidente.

La feroz guerra de venganzas.

En esas condiciones, ha estallado un nuevo y salvaje enfrentamiento dentro de este conflicto multi-dimensional, con su carácter territorial, étnico-religioso y estratégico-nacional, que ya dura 70 años; y que amenaza con prolongarse indefinidamente. Claro, mientras se mantenga viva la “cuestión palestina”; esto es, mientras los palestinos de Gaza y Cisjordania sufran esa mutilación existencial, la de carecer de un Estado independiente y de una soberanía territorial; y por cierto mientras Jerusalén no goce de un status internacional.

Lo que quiso el fundamentalismo de Hamás fue actualizar esa “cuestión palestina”, más o menos aletargada durante las últimas tres décadas. Lo hizo brutal y sangrientamente, mientras daba rienda suelta a su rabia, con el fin de patear el tablero del juego geopolítico; además para acabar de un golpe con los acercamientos diplomáticos entre algunos países árabes e Israel.

Y lo hizo, no sin consecuencias, obviamente; pues el gobierno de Netanyahu y sus fuerzas militares, como si esperaran la ocasión, desencadenaron una furiosa guerra de venganza, a la vez de ocupación, que ya deja como saldo más de 11.000 muertos, incluidos 4.300 niños, una cifra de la ignominia, una marca a fuego de inhumanidad. Lo hacen en un territorio, como la Franja, en el que malviven 2 millones 200 mil personas, expuestas a bombardeos incesantes, al desplazamiento interno y a los bloqueos en el abastecimiento de agua y electricidad. Es un asedio infernal, al que no escapan los hospitales, algo que traerá la destrucción de la ciudad de Gaza y por cierto, un debilitamiento transitorio de la resistencia palestina; y el aplazamiento sine die de la solución definitiva.

 

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