Que las negociaciones de paz entraron en una fase de crisis; o, al revés, que no hay tal descomposición. Esos son los términos de una discusión inútil, incluso bizantina; claro, si sólo hicieran parte de ella los que no deciden, cronistas, observadores e influencers, los que por cierto apenas ven las dimensiones que le sirven de contexto al proceso. Y concluyen, con sus razones, que no es para tanto, que ese tren no tiene cómo descarrilarse.… solo que tales análisis están inscritos en el mundo de los factores objetivos, lo que no es nada malo, pero es incompleto.
La posibilidad de que sobrevuele la sombra densa de una crisis no pertenece solamente al orden de las consideraciones elaboradas objetivamente; y menos aún si provienen de opinadores que están por fuera del proceso.
Dicha eventualidad pertenece, por el contrario, al orden de los discursos y las conductas de aquellos que están por dentro; esto es, de los protagonistas, los que toman las decisiones, las mismas que unas veces representan avances; y otras, retrocesos; que en ocasiones constituyen aciertos y en otras, equivocaciones, siempre con impactos en la táctica de cada actor.
La orden para una crisis
Los días feriados del puente de reyes, cuando el año laboral se desperezaba, fueron sacudidos por unas palabras del ELN, la guerrilla, cuya sentencia fue la de que el proceso “estaba en crisis”. Y que la causa no era otra que el pronunciamiento del presidente Gustavo Petro el 31 de diciembre por la noche, anunciando la oficialización de un acuerdo bilateral del cese al fuego, cuando el grupo armado, su contraparte, no había sellado pacto alguno al respecto.
Exagerado o no, el señalamiento lo hacía muy solemnemente, no un observador, sino una de las dos partes vinculadas directamente a la negociación, justamente la que no había estampado aún la firma en ese “negocio”, dicho esto en términos latinos, como acción juiciosa, diligente y recíproca entre civilizados.
Por lo tanto, si bien objetivamente no concurrían los elementos de un quiebre brusco, subjetivamente se configuraba un principio de crisis, porque una de las dos partes, segura de sí misma, determinaba que había una falla geológica en las bases del propósito común.
Si en una relación entre dos sujetos, sea amorosa, militar o económica, uno de ellos tiene la conciencia de que los dos pasan por una crisis, no hay nada que hacer, ambas partes “poseen problemas”; y de paso se enredan en un brete; aunque los verdaderos motivos no sean tan graves ni tan delicados, como lo promueve la retórica de cada agente social. Por lo demás, a casi todo el mundo le ha pasado alguna vez en la vida.
La bola de nieve más allá del contexto original
Que las dificultades sean grandes o pequeñas, son condiciones que pueden no ser tan relevantes para que sobrevenga el impasse.
Basta con que una de las dos partes esté convencida, por algún motivo, de que la relación entró en la zona de turbulencias, para que ambas tengan que recomponer el camino o renunciar a marchar juntas. Es la ley, no escrita, de la bilateralidad en un conflicto, tanto en la guerra como en la negociación; es lo que nace de la interdependencia, según la teoría de los juegos y de la negociación, algo que en la diplomacia, tanto como en una mesa de conversaciones, se rubrica por acuerdos más o menos formalizados.
Se trata de una circunstancia social que cabe en el orden de las llamadas “profecías auto-cumplidas”; aquellas en las que un individuo o un grupo, de tanto esperar un suceso, terminan actuando de una manera tal que provocan que sobrevenga. Como cuando, un individuo primero, luego otro y después muchos, se convencen de que viene una ola de precios altos en el mercado; y empiezan a comprar y a acaparar las mercancías, con lo que por último ocasionan la carestía que, de otra forma, no hubiera llegado… “Algo muy grave va suceder en este pueblo…” pregonaba con ecos de ineluctabilidad un personaje de García Márquez.
En el proceso de negociaciones, efectivamente no asomaban los factores de relieve que hicieran pensar en una tormenta, mucho menos si se recuerda que los delegados en la mesa de Caracas se empeñaban en decir que todo iba viento en popa, además de que hacían chisporrotear las risas del “amor a primera vista”; todo ello, seguramente para atrapar las buenas energías.
Sin embargo, una de las partes, el ELN, descubrió de pronto los contornos de una verdadera crisis de confianza, lo que no es poca cosa, en el hecho de que el Presidente asumiera como algo dado, lo que aún no había sido firmado, aunque las dos delegaciones que obran como interlocutores, legitimaran el asunto del alto al fuego como una determinación deseable.
Los riesgos del auto-cumplimiento y la polarización
Si la guerrilla siguiera firmemente convencida de que se abrió la grieta de un desencuentro serio, entonces las cosas podrían desembocar en una verdadera crisis; no por los factores objetivos, sino por las conductas de los actores implicados en el asunto, conductas condicionadas por el acontecimiento que se espera; en este caso, la crisis, cuyos fundamentos reales debían ser inexistentes.
Precisamente, el campo de las interacciones es un juego que conduce, no tanto a las profecías, cuanto más bien a las expectativas auto-cumplidas, tal como lo aclara el premio nobel de economía Thomas Schelling, para quien estas complejidades sociales demuestran que las micro-motivaciones (en este caso el señalamiento de una crisis), pueden transformarse en macro-conductas, como sería ahora una indeseable polarización entre las partes.
De hecho, la declaración del grupo armado ha sido respondida desde la trinchera del gobierno con una decisión de confrontación, la de “reanudar las operaciones ofensivas y operativos policiales en contra de lo miembros del ELN”.
Probablemente no haya profecía
Claro está que en esta coyuntura las cosas no pasarán a mayores; la profecía seguramente no se confirmará. En definitiva, las expectativas y las señales de crisis difícilmente se auto-cumplirán.
También media en las partes, sobre todo en la guerrilla, un cálculo de costo/beneficio, ese libro de contabilidad en donde se consignan los costos políticos y militares. Evidentemente, un cese bilateral al fuego le es más útil al grupo alzado en armas que el pantano de una crisis.
De ahí que, con un poco de voluntad puesta en la misma dirección, las partes arreglarán las cargas para dar inicio al tratamiento común de la agenda y para formalizar el alto al fuego compartido.
La bilateralidad de esta probable decisión, por otro lado, no es algo insospechado. El cese bilateral es un punto que las guerrillas han contemplado siempre como una expectativa, cuando quiera que han pensado en el desarrollo de unas negociaciones.
Se trata, más bien, de una concesión importante, que hace el gobierno, frente a una guerrilla que está lejos de representar un peligro sensible para la soberanía estatal, dada la correlación de fuerzas en que está inscrita. A pesar de su crecimiento, el ELN aún no se acerca, a una transición operativa que le abra las puertas a una guerra de posiciones; a eso que sería una etapa estratégica de combates sostenidos y movilización masiva de unidades guerrilleras; claro, sin que por otra parte ella se perciba como una guerrilla derrotada, ni siquiera debilitada.
Con todo, el cese bilateral al fuego puede generar una mayor confianza, de modo de consolidar la distensión, en vez de aupar la radicalización; es una condición favorable para todos, si el horizonte claro es la cancelación de la guerra.
Ahora bien, la circunstancia de que no haya profundización o auto-cumplimiento de la crisis, no solo es resultado de los cálculos y de los beneficios políticos. También es el efecto de que ambas partes establezcan unas reglas nítidas para avanzar cada paso en los acuerdos. La lección quedó aprendida: procedimientos claros y contenidos ciertos, en lugar del mero voluntarismo.