Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

Mi reino no es de este mundo

Alejandro Gaviria dejó sobre la mesa un antiguo debate de la política. ¿Los medios justifican los fines o los fines justifican los medios? Ocurrió cuando decidió conversar con representantes de los partidos tradicionales y aceptó el apoyo individual de algunos de sus integrantes. Esa acción produjo una profunda herida en las filas de la Coalición Centro Esperanza, que nunca sanó. (Hasta el extremo de impedirle consolidar un mensaje de esperanza y cambio). Este dilema —fines versus medios— reaparece ahora que los candidatos finalistas andan a la brega de sumar votos. ¿Hasta qué límites serían aceptables, para electores y candidatos, las coaliciones que hagan con partidos tradicionales?

Similar disyuntiva fue planteada hace muchos años por el sociólogo Max Weber y el filósofo político Norberto Bobbio cuando hablaron de la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad en la política. Sus reflexiones lanzan luces al oscuro presente.

Revisemos cada vertiente ética. La de la convicción se centra en normas absolutas e independientes de las consecuencias que traigan sus acciones; casi es un moralismo abstracto. Sostiene que el bien solo proviene de lo bueno y de lo malo solo fluye el mal. Aunque la experiencia cotidiana prueba que de buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno. Y cuando algo bueno trae efectos malos, simplemente se argumenta que es producto de la estupidez de los demás. Sugiere que los medios justifican los fines. «Haz lo que debas, suceda lo que sea».

Por otra parte, la ética de la responsabilidad se fija en las consecuencias de las acciones. Afirma que a veces lo bueno genera males y el mal, bienes. Postula que en ocasiones para lograr «fines buenos» hay que contar con medios moralmente discutibles. Acepta el mundo tal como es. Pareciera que el fin justifica los medios. «Haz lo que debas y suceda lo que quieras».

No se trata de que una sea buena y otra mala, porque no se practican en estado puro; se intercalan en el trajín diario y modelan nuestra atribulada alma. De lo contrario las convicciones sin responsabilidades serían vacuas y las responsabilidades sin convicciones serían ciegas.

La vida política está llena de ejemplos que ilustran este revoltillo. A veces se matan seres humanos para salvar a otros; de vez en cuando se promueven emociones tristes —como el odio y el resentimiento— para estimular la lucha por la justicia y la igualdad; hasta se debilita la justicia para obtener la paz.

En estos y en muchos más casos aceptamos las incoherencias ideológicas y  el incumplimiento de algunos preceptos éticos poderosos —la defensa de la vida y la armonía— y optamos por otros: hacer lo posible por sobrevivir, por alcanzar un resultado que promueva el bienestar. La búsqueda de un fin se impone sobre la exigencia moral absoluta. Hacer un mal menor en pro de un bien mayor (por ejemplo, eventualmente es necesario coartar la libertad en procura de seguridad,  igualdad y el bien común; elegir un candidato menos malo que los contrincantes).

Quien se rige por una ética de la convicción parece no aceptar la imperfección humana. Está dispuesto a sacrificar a su hijo por su amor a Dios, como Abraham. Su discurso es grandilocuente, juzga con severa facilidad y se distancia de los desenlaces desafortunados. Quizás es el político que obra impecablemente, no cede en una idea, pierde su elección, se desentiende del fracaso del propósito de sus buenas intenciones y decide irse a avistar ballenas.

Tampoco es defendible alguien que solo se rige por una ética de la responsabilidad, por la búsqueda del «éxito» de sus objetivos, y es condescendiente con los defectos del hombre medio. Que relativiza las creencias en aras de satisfacer sus intenciones y navega a sus anchas en el mundo imperfecto de la política. Quizás es el político tentado a acudir a la compra de conciencias, a la estigmatización del oponente, a las promesas vacías.

En este punto es pertinente una aclaración de Weber: «… la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener “vocación política”».

Es trabajoso dictar los criterios precisos para decidir cuándo deben primar las convicciones o las responsabilidades. A veces pensamos que medios perversos contaminan los fines y otras que fines altruistas limpian los medios equívocos. Como es un dilema difícil de resolver y del que pueda salir inmune, los autores antes citados exigen al político virtudes de mesura y moderación para calibrar las circunstancias, y acompasar las convicciones y las responsabilidades. Debe determinar hasta qué punto llega y en dónde se detiene.

Volvamos al principio y apliquemos estos conceptos. ¿Hasta dónde están dispuestos los ciudadanos y los candidatos a correr las líneas rojas en busca del triunfo de sus ideas? ¿Es preferible dejar pasar la ocasión de mejorar el país desde la presidencia antes que conversar con alguien cuya reputación cuestionamos? Y en ese caso ¿es mejor ser derrotado y alejarse en una lancha? ¿Es moralmente superior perder la oportunidad de ser un factor de transformación antes que perder pureza ideológica? 

O debe aceptarse que el conflicto de valores es parte de la naturaleza humana, que no se sale de las contiendas de la vida política sin contusiones de conciencia y concesiones ideológicas, sin hacer apuestas y dar oportunidades de redención. (Obviamente, las acciones ilegales no entran en esta discusión). 

Estoy tentado —tal vez como resultado de cierta frustración— a pensar que un candidato remiso a gestionar estos dilemas y ambigüedades éticas tiene una buena razón para cambiar de oficio y migrar hacia un ámbito más fraterno y ascético. Sin embargo, dejaría tras de sí un mensaje desalentador: ¡mi gobierno no es de este mundo!

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