Según reciente análisis hecho desde el balcón presidencial, Colombia «es un país de clase obrera» asediado por una «una jauría de privilegiados». Queda uno inquieto, por supuesto, ante tan áspera estampa. ¿Dónde ubicarse?

Por suerte, hay otros análisis más adecentados. Según un estudio del Dane, el 3,4 % de la población es clase alta, el 39,9 % es clase media, el 23,1 % es clase vulnerable y el 39,5 % es clase pobre. Tampoco es para sentirnos orgullosos pero al menos no es una versión tan rústica como la primera. 

Mal contadas pueden haber alrededor de 30 millones de personas que no deben sentirse cómodas con que sean retratadas como abusadas, víctimas de todo, esclavas en pleno siglo XXI, como si en los últimos 20 años no hubiera pasado nada positivo por sus vidas. Como si sus esfuerzos y méritos no hubieran valido la pena. Se menosprecia el hecho de que millones accedieron a vivienda digna, a educación para sus hijos, a servicios de salud, a la posesión de un vehículo o moto, al consumo de bienes materiales y culturales que en otras épocas eran exclusivos de pocos. (De hecho, el Dane acaba de informar que la pobreza multidimensional llegó al 12,9 %, el nivel más bajo de la historia).

Obviamente no significa que viven en el paraíso ni son todos. Pareciera, sin embargo, que para el gobierno estos sectores sociales o no existen o, peor aún, hacen parte de la jauría que se opone a sus reformas.

En conclusión, no hay que tragarse enteros estos discursos gubernamentales. El análisis de las sociedades bajo la lupa de la confrontación de clases es algo anacrónico. Por encima de todos los países han pasado muchas cosas: la globalización, la desindustrialización, la deslocalización de sectores económicos, el surgimiento masivo de empleos en sectores de servicios, el acceso a consumos materiales y culturales, la explosión de las identidades y segmentos sociales, la acelerada urbanización. Ha cambiado tanto el mundo que es posible que no pasen del 20 % las personas empleadas que puedan catalogarse como obreros.

No se trata de negar la persistencia de las grandes desigualdades de ingresos y patrimonio. Sino de que hay un nuevo universo de desigualdades múltiples que complejiza el asunto: género, sexo, edad, trabajo formal, informal o desempleo, etnia, nativo o inmigrante, bilingüe y no bilingüe, arrendatario o arrendador, universitario y no educado. En realidad, pocos se comparan con el 1 % de los más ricos o con el 10 % más pobre. Lo hacen con las personas que hacen parte de su entorno, y se esfuerzan por diferenciarse: un mejor colegio, un buen barrio, ropa diferente… 

Todo parece indicar que la intención del Presidente con estas simplificaciones consiste en construir emociones tristes como la ira y el resentimiento en quienes perciben algún tipo de desigualdad o injusticia social. Encender una especie de lucha de clases. Al fin y al cabo es un precepto central del ideario de la izquierda. Señalar víctimas y culpables de todo (la jauría, el 1 % de los ricos, los bisnietos de los esclavistas, los neoliberales). Y elaborar un relato conspirativo y paranoico que tenga eco en sectores indignados (ya lo han hecho exitosamente Boric y Trump).

Esa puede ser una estrategia legítima para lograr la justicia social. Su escenario es el motín y no los mecanismos institucionales para el trámite de los conflictos sociales. Meter miedo en unos y rabia en otros. Pero de esa combinación nada bueno puede esperarse.

Un camino más pragmático y efectivo hacia la igualdad puede ser trazado desde la promoción de sentimientos de solidaridad y fraternidad. Y no en un sentido religioso ni filantrópico ni regresando a antiguas formas de sociedad. No. Se trata de estimular un proceso de construcción de sentido de comunidad, de preocupación por los demás. En otros términos, de construir capital social, que hace referencia a elementos tales como cohesión social, confianza en las instituciones y en todas las personas, respeto por normas y reglas, predisposición para ofrecer y recibir apoyo de los otros, promover sentimientos de generosidad, tolerancia, honestidad, confianza. 

Las reformas económicas y políticas son insuficientes para crear una mejor sociedad. Hace falta ese elemento emocional, mítico, imaginario: el cultivo del aprecio de unos por otros y por la sociedad de la que formamos parte. Eso es capital social, y es el que crea capital humano (habilidades, conocimientos, competencias). Y quizás sea una base más sólida para promover el bienestar social.

El Presidente construye capital social cuando hace llamados a la unidad y evoca el sufrimiento de los más pobres; y lo destruye cuando promueve hostilidad contra los que juzga culpables. Ambivalencia que genera incertidumbre e inacción.

La escasez de capital social aquí no es por causa exclusiva de Petro. La historia nacional ha sido un continuo proceso de deterioro —o de no construcción— de capital social. Así lo indican los bajos índices de confianza en las instituciones, los políticos, los vecinos, los empresarios, los sindicatos, el poco acatamiento de normas y la falta de sanciones por su incumplimiento. En síntesis, no nos percibimos como semejantes y ligados los unos a los otros. Solo confiamos, ¡y eso!, en los familiares. 

El bajo nivel de capital social del país es una de las razones que explican la indiferencia por la desigualdad extrema. No es la maldad de algunos. 

Estamos, pues, frente a dos visiones: la lucha de clases o el desarrollo de un elemental sentido de la fraternidad, que podría ser un buen comienzo de búsqueda de la igualdad social. Y no es una decisión que solo competa al gobierno. 

 

Para seguir la pista

Dubet, Francois, La época de las pasiones tristes, 2021. Siglo Veintiuno Editores.

Dubet, Francois, ¿Por qué preferimos la desigualdad?, 2015. Siglo Veintiuno Editores.

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