Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

Lo que ganó Trump

Hay consenso acerca de los motivos por los cuales Trump perdió las elecciones. Por atarván, misógino, racista, populista, ignorante de todo, empresario mañoso, en fin. En cambio, no tanto en las explicaciones sobre sus setenta y cuatro millones de votos, diez millones adicionales a los de 2016. Algunos quedan satisfechos con llamar gringos estúpidos a estos millones de votantes. Sin embargo, es pertinente no conformarnos con esta única y simplificadora idea.

Por votos, Trump fue derrotado. Sin embargo, es un ganador en la guerra cultural librada en Estados Unidos.

Ya sabemos algo de sus electores. Más del 90% de los republicanos lo votaron porque era el candidato de su partido. La masa crítica de ellos está conformada por obreros, blancos, y con niveles educativos por debajo del promedio nacional. Pertenecen a comunidades rurales, homogéneas (casi todos piensan y sienten lo mismo), ubicadas en zonas de baja densidad demográfica. Muchos conforman el ejército de trabajadores industriales no calificados para la era digital, quizás desempleados porque las fábricas desaparecieron o fueron deslocalizadas (reinstaladas en México, China y Asia). Los mismos que hace años dejaron de ser el foco de preocupación del partido demócrata y sienten miradas por encima del hombro por parte de los nuevos segmentos medios, educados, urbanos, ubicados en sectores de servicios (hasta Hillary Clinton los llamó personas deplorables). Y sobre todo, que han sido seducidos por los canales de televisión de Fox, los predicadores evangélicos y el partido republicano: un perverso triángulo doctrinario apologista de la prominencia de la antigua sociedad blanca y patriarcal. Y Trump surge como el vocero de esta legión de descontentos. Los parias del sueño americano. Un grupo de ciudadanos con disposición al autoritarismo o susceptibles de ser atraídos por un líder duro, validador y amplificador de sus percepciones de amenaza y sus miedos. Que ven desaparecer su antiguo orden social y al nuevo engullendo su modo y su nivel de vida; que buscan un culpable (inmigrantes, negros, los nuevos géneros, los demócratas, las feministas, China) y a alguien que les cante la tabla sin rodeos a los educados y bien acomodados. No importa si este líder es una persona inapropiada para proponer como ejemplo a sus hijos. Y es entendible puesto que son individuos y comunidades lanzados en muchos casos a un estado primitivo de supervivencia material y cultural.

Desconcierta observar a un multimillonario indecoroso convertido en su portavoz. Esa es la guerra ganada por los republicanos encabezados por Trump: ¡convertirse en el partido de la clase trabajadora! La polarización norteamericana se mueve en estas coordenadas. «El buen pueblo contra las malvadas élites». Todo en un contexto de arraigadas creencias muy norteamericanas: el rechazo a los políticos y a la corrección política; el culto a las celebridades fomentado por los medios masivos («Puede que Trump no sea bueno para los Estados Unidos, pero es extraordinariamente bueno para CBS», Leslie Moonves, presidente de la cadena CBS, 2016); el hiperindividualismo y la tierra de oportunidades para todos. Creencias que mutan en látigos para el alma de la gente que ahora se considera extraña en su propia tierra, según Arlie Hochschild, y cuyas tasas de suicidios, muertes por cirrosis o por sobredosis se han disparado. Los perdedores en un territorio cuyo imaginario religioso promete el cielo solo a los ganadores. Y todos estos temores y resentimientos alimentan la retórica trumpista. Un populismo de derecha enraizado más en lo cultural que en lo económico. Como dice Obama, Trump no creó la división de la sociedad norteamericana; solo la explotó, la enconó y así permanecerá durante un tiempo. Y hoy cuenta con un acaudalado capital político para enredar el gobierno de Biden, aunque jamás mueva un dedo para resolver un solo problema de sus simpatizantes. 

Como en Estados Unidos, por estas tierras abunda la gente desilusionada, excluida de la prosperidad, cuyos modos de vida están desapareciendo, y sin partidos que los representen honradamente. Optan por protestas y movilizaciones duramente reprimidas y calificadas como expresiones de una conspiración de la izquierda internacional. En Perú, los jóvenes lideraron la renuncia del presidente interino Manuel Merino, reconocida cabeza de grupos organizados de corrupción dominantes en el Congreso; en Chile, también los jóvenes encabezaron movimientos encaminados a la redacción de una nueva Constitución para rediseñar su Estado.

Colombia, ya sabemos, no es ajena a estas circunstancias. Contamos con algunos de los ingredientes para cocinar estallidos sociales como en Perú y Chile y con políticos de mano dura, apoyados en predicadores evangélicos, ansiosos de posicionarse como (falsos) portavoces de estos descontentos. Aquí también hay rabia, resentimiento y miedo; coexisten varias Colombias, una pisando la postmodernidad (todo lo hace on-line) y otra encallada en la premodernidad (sin acceso al agua y nula comprensión básica de lectura). Asusta pensar el poder de convocatoria y movilización de los discursos del buen pueblo y las malvadas élites, el del neocomunismo o el fascismo internacional, el del solapado racismo, la plutofobia o la aporofobia, el viejo orden patriarcal y la familia tradicional. 

Ojalá el gobierno de Biden —como lo hizo el de Trump para mal— sirva, allá y aquí, de inspiración para cambiar de tono, promover cierta decencia política y para cultivar emociones políticas propias de la esencia de la democracia (confianza, civilidad y templanza). Para comenzar a dejar atrás, como lo denomina Mauricio García en su último libro, el país de las emociones tristes (odio, resentimiento, miedo).

Nota: Con motivo de la temporada navideña, suspenderé la actualización del blog hasta el 17 de enero de 2021. 

Comentarios