Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

La herencia de Caballero

 

La muerte natural del legendario periodista Antonio Caballero impacta por ambos lados: muerte y natural. Sabiendo que fue un mordaz crítico del Establecimiento y la Violencia desde que empezó a escribir en los setenta, es una suerte que haya fallecido por complicaciones de salud. Sobre todo cuando recordamos que algún cronista irresponsable lo llamó el Talibán de la palabra y la opinión. De ahí,  supongo, que Caballero solía decir que vivía amenazado con un premio o con un tiro.

Es paradójico, además, desaparecer en medio de las alabanzas de admiradores y detractores; seguramente algunos de una manera sincera y otros, hipócrita. Si pudiera hacerlo, estaría repitiendo la frase de Paul Nizan que citó cuando recibió uno de sus premios: «No basta con rechazar la Legión de Honor. Además, es necesario no haberla merecido».

En Colombia no hay muerto malo. Hasta esta regla rompió Caballero cuando escribió los obituarios de Carlos Lleras Restrepo y Alvaro Gómez Hurtado, aún con sus cuerpos tibios: los puso en su sitio de la historia sin contemplaciones ni decoro. Del primero afirmó que  no era «ni demócrata ni liberal» ; y del segundo, que «fue un tozudo predicador de la violencia como instrumento de la política». Ojalá alguien con coraje se atreviera, como homenaje póstumo, a decir una verdad incómoda de este genio de la mala leche. 

Por ahora hay que esperar. Las notas de sus colegas y discípulos, de sus miles de lectores y por supuesto de los políticos que no se pierden media, de la misma rancia aristocracia capitalina de la cual hacía parte, lo han ensalzado sin medida. Algo que él no hizo con nadie ni con nada; padecía «un estreñimiento crónico para el elogio». Bueno, quizás con excepción de una faena de algún torero una tarde de toros en una remota plaza de España. Y pare de contar. De resto disparaba contra lo que se moviera. Su oficio, como él decía, era el de crítico de todo: política, militares, cultura, ricos, poderosos, gastronomía, literatura, toros, historia, arte. Era un crítico del Poder. Es más, decía que en el fondo de su ser —a mucho honor— solo era un caricaturista que escribía columnas y hacía dibujos: su trabajo —también son sus palabras— consistía en simplificar y exagerar la realidad. No conocía los términos medios de ningún asunto.

Sin embargo, esa simplicidad provenía de una profunda cultura humanística, de un conocimiento enciclopédico de la historia y de un pesimismo ilustrado. 

Más que un periodista de izquierda, era un anarquista que rechazaba por igual el autoritarismo, la autoridad y el orden. Todo gobierno de izquierda —agregaba— cuando asciende al poder se transforma por definición en uno de derecha. 

La verdad es que todos los elogios que se han pronunciado en estos días de luto son merecidos. Su independencia indeclinable; su honestidad y coherencia; su delicado trato personal que contrastaba con la virulencia de sus columnas; su ojo clínico para captar el lado indecente de los políticos y de la realidad, que transformaba en finos y recios panfletos gracias al pulso inspirado de su palabra escrita. Muchos lo leíamos no tanto por sus ideas sino por el placer de disfrutar y tratar de descifrar la alquimia de su arte de escribir.

Era el más severo crítico de su propio trabajo. Haciendo referencia a un libro que recopilaba sus columnas de quince años reconoció que era repetitivo y previsible en sus temas y posiciones; lo justificaba diciendo que en el país siempre pasaba lo mismo. Por eso, perdía lectores cada día. Cayó en la peor desgracia de un opinador: ser predecible. El lector escéptico sabía anticipadamente qué posición iba a sostener cuando abordaba uno de sus temas obsesivos: frente a la lucha contra las drogas, los presidentes de cualquier año, los militares de todos los tiempos, la oligarquía. Nunca propuso nada; solo criticó. Así nos sedujo y creó escuela.

Por fin llego a lo más inquietante. El legado: su método de análisis. Muchos de los mensajes en las redes sociales de periodistas hablan del Maestro; que si no fuera por él no habrían sido periodistas, que aprendieron de su ejemplo; que su estilo marcó «de manera indeleble y perpetua el periodismo». Y esto es grave. Ya lo dijo él mismo: sus artículos y libros de historia son los de un caricaturista, simples y exagerados; pesimistas sin remedio.

Por desgracia, en sus aplicados discípulos solo han pelechado los sesgos y no las virtudes de este intelectual excepcional y eterno disidente.

Caballero ha dejado herederos instalados en una gran porción del periodismo de opinión y de información. Lástima que carezcan de su solvencia intelectual y no compartan sus valores éticos que eran el fundamento de sus escritos. Suponen que es suficiente con mostrarse hipercríticos, catastróficos, sarcásticos, furibundos y simplificadores. Sin sumar que muchos escriben mal. Caballero pensaba con complejidad y escribía con simplicidad, como corresponde a todo gran ensayista; a algunos de sus pupilos se les nota que son simples tanto para pensar como para escribir. Y estos son los encargados de intoxicar diariamente en la prensa, televisión, radio, podcast y redes sociales el alma de este país. 

Pero sobre todo, gracias a su talento, Caballero le dio estatus a un sesgo y un rayón colombianos muy nocivos y paralizantes: el pesimismo y la incredulidad absolutos. Defendía algo que aplicamos rigurosamente a toda hora y frente a todo: «Hay que saber que lo peor siempre es cierto». 

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