«Los votantes no solo eligen representantes,

sino representaciones de la realidad».

Michael Ignatieff

Era injusta la expresión de «ideologizada» que se formulaba para descalificar a la exministra de Salud. No por falsa, sino porque la ideología es un peso que todos cargamos encima sin darnos cuenta. Tenemos un modo ver los asuntos políticos y sociales. O sea, observamos con una ideología en la mente. Las hay revolucionarias —proponen transformaciones radicales—, conservadoras —buscan la conservación de lo actual—, reformistas —defienden cambios graduales—; y muchas más (fascismo, feminismo, nacionalismo, pacifismo). Incluso las hay líquidas: toman algo de aquí y algo de allá con esmerado pragmatismo, y el ciudadano indignado lo agradece.

La definición de ideología de diccionario establece que es un conjunto normativo de emociones, ideas y creencias colectivas, que describe y postula modos de analizar y actuar sobre la realidad colectiva. Con la ideología en la cabeza desarrollamos cierto modo de percibir e interpretar el mundo, nos aprovisionamos de un conjunto de valores y de juicios, escogemos un enemigo y modos de combatirlo. Con ella construimos un mundo ideal que comparamos con el real y diseñamos estrategias para cerrar la brecha. 

No sobra advertir que las ideologías no se basan en la ciencia; son simplificadoras; defienden intereses; y suelen tener soluciones prefijadas para los problemas. Son doctrinas que las sociedades elaboran para dar algo de coherencia y sentido a su mundo.

Volviendo a tierra, las ideologías se materializan en la vida política y en la cotidiana. Se notan en gustos, preferencias, decisiones. Preferir que las personas y no el Estado sean proveedores de bienes y servicios. Promover la educación privada en vez de la pública. Creer que el Estado entre más pequeño es mejor (Estado subsidiario); o lo contrario: que el Gran Estado es el agente primordial del cambio social (Estado Social de Derecho o de Bienestar). Buscar más que una igualdad de resultados (que todos posean o disfruten de lo mismo), una igualdad de oportunidades para que cada quien, según su talento y esfuerzo, alcance sus metas; en otros términos, tener más fe en la meritocracia que en la asistencia social pues toda persona es responsable de su suerte. Apoyar el ingreso solidario en vez de la promoción de una sociedad con más empleos. 

Hay ideologías que nutren el resentimiento y la ira contra los otros (llámenlos oligarcas, privilegiados, pobres, negros, inmigrantes) y otras que promueven la fraternidad y la confianza. Unas consideran que los cambios se hacen rompiendo todo y otras enmendando la plana.

La llegada al poder de un gobierno de izquierda ha puesto en evidencia la existencia de otras formas de percibir la realidad. De otra ideología. Después de toda una historia bajo el dominio de un tipo de doctrina (¿conservadora, liberal, neoliberal?) habíamos terminado por naturalizarla y creer que no existían otras, que era eterna e irremplazable. Pues, no.

Petro es un político que se mueve más por ideas (ética de las convicciones) que por acciones y resultados (ética de la responsabilidad). Su campo de batalla preferido es el ideológico (piensa más en el «derrumbe del paradigma de la modernidad» que en el precio del dólar). De ahí su gusto por hablar en los congresos y foros, en las universidades, frente a la multitud devota y delirante. Sus reformas tienen un inconfundible sello de origen: una predilección por el papel predominante del Estado en la dirección de la sociedad en todos los campos. Por eso en la de Salud habla de que ningún peso público debe ser tocado por manos privadas y que es un pecado mortal que alguien se lucre de la prestación de derechos sociales (salud y pensiones. Claro que a la larga también lo son la comida, el techo, la educación, el transporte, la electricidad). 

Es desalentador, entonces, que la oposición contra Petro se esté limitando a una andanada de adjetivos: guerrillero, autocrático, populista. No está a la altura de las circunstancias. Lo deseable sería un debate ideológico, casi pedagógico, para controvertir ideas y modos diferentes de ver la realidad: la conveniencia de la iniciativa privada y el fortalecimiento del papel regulador —no el emprendedor— del Estado. Pero sobre todo una oposición que deje en claro que no está en contra de los cambios sociales sino de aquellos técnicamente mal diseñados. Y hacerlo en los mismos escenarios: en la calle, en el congreso, en los foros. ¡En los balcones! 

Vueltas que da la vida. A lo mejor es necesario que imitemos el ejemplo de la exministra: que nos ideologicemos para defender el sistema pero impulsando mejores reformas.

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