Hace pocas semanas recomendé la película Los reyes del mundo. Vuelvo a ella a causa de las recientes noticias sobre sus protagonistas y realizadores, un retrato a escala de nuestro país. 

Los jóvenes actores no profesionales han denunciado, de un lado, el engaño del que fueron víctimas por parte de los productores, y de otro, las amenazas recibidas en su pueblo, donde suponen su enriquecimiento gracias al éxito de la película, y los han obligado a desplazarse.

Esto es muy grave… si fuera totalmente cierto.

Estos muchachos provenientes de ambientes marginados fueron seleccionados con esmero para la película, recibieron entrenamiento profesional de actuación, firmaron contratos cuidadosamente discutidos, tuvieron y tienen asistencia psicosocial de trabajadores sociales para manejar su dinero y su nueva situación, y han recibido el apoyo del círculo de amigos formado alrededor de la filmación. Sin embargo, algunos de ellos malgastaron sus honorarios, continuaron exigiendo más dinero, mintieron para pedir préstamos y han regresado, palabras más palabras menos, a la situación complicada en la cual vivían antes de esta experiencia artística.

Con esta historia se tiende a pensar desde el mal. Desagradecidos. Gente sin remedio («árbol que nace torcido jamás su tronco endereza»). Víctimas de la explotación de los productores. Pero, a mi juicio, esta situación amerita una mirada más cuidadosa porque sugiere que la sociedad sufre un trauma social y cultural, y  tiene problemas para superarlo.

«Un trauma cultural se produce cuando los miembros de una colectividad sienten que han sido sometidos a un acontecimiento horrendo que deja marcas indelebles sobre su conciencia colectiva, marcando sus memorias para siempre y cambiando su identidad…» (Jeffrey C. Alexander). Puede ser el caso de los colombianos como resultado del largo y degradado conflicto armado. Todos, sin excepción —combatientes, víctimas, secuestrados y familiares, desplazados del campo y del país, extorsionados, campesinos y citadinos, pobres y ricos, en fin—, tenemos una herida sin sanar. Quizás eso explique el rechazo al Acuerdo de Paz con las Farc por considerarlo excesivamente institucional y entreguista, y ahora también se desapruebe la Paz Total por su improvisación y laxitud. Nada nos satisface; no hallamos el camino hacia el sosiego. Queremos la paz pero de una manera que implique la derrota y el ostracismo de la contraparte. No hay disposición para darle otra oportunidad ni hacer concesiones políticas, económicas y de justicia. Continuamos demasiado doloridos y enfadados para permitirlo. Estamos traumatizados y nada nos saca de esta ciénaga de dolor y odio, y de nuestra particular manera de interpretar lo vivido.

Los protagonistas de la película testimonian esta hipótesis. Ellos y quienes los rodean, y los observadores lejanos, continuamos en modo conflicto. No fue suficiente con que tuvieran un trabajo digno que les hubiera podido abrir las puertas de la redención. Las fracturas de sus vidas son profundas. 

Eso nos lleva a recuperar un concepto de Ken Wilber acerca de los procesos de transformación: los cuatro cuadrantes de «El gran nido del ser». Se trata de un mapa integral de las posibilidades humanas, que son interdependientes y es necesario abordar conjuntamente si se quiere un cambio sostenible, bien sea en la política o en la familia.

Los presento a grandes trazos. El primero, lo individual interno compuesto por lo espiritual, cognitivo, psicológico, moral. El segundo, lo individual exterior formado por las habilidades y competencias, formas de comunicación, comportamientos. El tercero, lo colectivo interno que hace referencia a la cultura del grupo, sus valores y formas de percepción, sus visiones compartidas del mundo. Y el cuarto, lo colectivo externo relacionado con el sistema social y político, las instituciones que nos rigen. En breves palabras, el cuerpo y la mente del individuo y la colectividad.

Un proceso de cambio exige tener en mente estas cuatro dimensiones de las posibilidades humanas. Comprende las historias que se cuentan las personas para dar coherencia y sentido a su vida, pasa por las profundidades de su psiquis (el cableado cerebral debe ser transformado para percibir distinto y procesar de otra manera lo que viene del mundo), hasta el inicio de la transición desde las emociones tristes (ira y resentimiento) a las amables (esperanza y optimismo). 

El trauma social y cultural es propagado por la acción de discursos polarizantes. Aquellos que excluyen al otro, donde el adversario es un enemigo, en los que el perdón no tiene cabida, y las diferencias sociales se refriegan en el rostro de todos. Los escuchamos a diario. La visión uribista (gente de bien contra guerrilleros, miedo, orden, conservadurismo y seguridad) que sigue enraizada en muchos ciudadanos; y la visión petrista (pueblo contra oligarcas, resentimiento, reformas y levantamiento), expuesta en su discurso del 14 de febrero. 

Rá, Nano, Sere, Winny y Culebro terminaron la película y recibieron el reconocimiento mundial. Volvieron a sus vidas cotidianas, que parecen una secuela de la dramática historia que filmaron. Sin embargo, ni ellos ni su entorno mudaron de valores, cultura, comportamientos, maneras de ver la realidad, espacios. El gran nido de sus existencias permaneció incólume. El trauma está en carne viva.

 

 

Para seguir la pista:

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