Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

¿Derechos sin impuestos?

Presuroso, el expresidente Uribe replicó al electo presidente Petro: «más salarios y menos impuestos son una fuente de paz para el país». Sin embargo, se equivoca. Al menos en parte. Un Estado de Derecho, donde la paz sea verdad, no funciona sin el recaudo de impuestos. El Estado es una precondición de los derechos. Acierta sí en el temor que todos padecemos: el despilfarro de nuestros tributos. Vamos por partes.

Existe la falsa creencia de que los derechos sociales, llamados de segunda generación, son los únicos que cuestan al erario: educación, vivienda, salud; los ingresos solidarios, las ayudas a madres pobres y jóvenes sin oficio y educación; las tarifas subsidiadas de los servicios públicos y transporte, etc. En resumen, todo el portafolio de ayudas a la población de bajo o ningún ingreso. Quizá la atención que le prodigamos al monto tenga origen en que algunos piensan que estos auxilios promueven la pereza. Que preferirían que cada quien se forje su propio destino según su esfuerzo; la meritocracia en carne viva. No consideran que estos gastos procuran la inclusión social. 

Sin embargo, hay otro conjunto de derechos llamados de primera generación que, por alguna extraña razón, suponemos que no tienen costo, y que son indispensables para ricos y pobres. Se trata de todos aquellos que requieren la activación estatal para garantizar su disfrute y permanencia. Van algunos ejemplos: la defensa de la propiedad privada y la libre expresión, el acceso a la justicia y al debido proceso, el respeto a la vida y de los bienes (abundantes o escasos). Contar con cuerpos policiales y militares para la protección. La posibilidad de realizar elecciones, y disponer de instituciones legales y capacidades humanas que garanticen los derechos. 

Es posible fomentar y proteger este conjunto de derechos, tanto los de primera como los de segunda generación, gracias a la movilización de las estructuras estatales, que solo pueden funcionar porque son financiadas con los impuestos. Los derechos cuestan. Hay personas que creen inocentemente que el Estado reparte plata, ofrece subsidios, presta servicios, otorga auxilios, con plata de su propio bolsillo. No. Lo hace con lo que recauda de los ciudadanos. Pareciera que el Dr. Uribe lo pensara, y lo que es peor, promoviera esta falsa idea. Repito: el Estado de Derecho se basa en el cobro de impuestos. No es posible exigir, al mismo tiempo, reducción de los impuestos y que se multipliquen y garanticen los derechos.

Ahora bien, duele la manera cómo se roban buena parte de los recaudos tributarios. Y ni hablar de la mediocre calidad con que se prestan los servicios anotados. Hay dos grandes boquetes por donde se escurren los impuestos: la corrupción y la mala gestión pública. Ambas están relacionadas pero requieren tratamientos diferentes. La corrupción es estructural. Parte de la clase política se dedica con profesionalismo y eficiencia maligna a esquilmar el tesoro público en cualquier rincón: desde los dineros para la Paz en Planeación Nacional, los recursos para la alimentación de niños en la Guajira hasta la conexión a internet en las regiones en el corazón de MinTic. No hay sitios ni recursos sagrados. De ahí que esta sea una excusa recurrente de muchos ciudadanos para evadir el pago de impuestos. 

El otro agujero de desagüe de los recursos públicos es la pésima gestión pública. (Vale recordar que en Colombia el gasto como proporción del PIB en salud, educación y defensa es igual o más alto que el promedio de los países de la OCDE; y en todas esas áreas los resultados son entre regulares y malos). Seguro alguna parte de la burocracia no roba, pero sencillamente es incompetente para manejar recursos públicos limitados y tomar buenas decisiones. Esa es la razón por la que la construcción de un puente dura décadas y las calles y carreteras amanecen con cráteres al poco tiempo. Proyectos mediocremente concebidos, mal realizados y peor vigilados. El gobierno que termina es un destacado ejemplo de funcionarios inexpertos y mal preparados para la tarea que se les encomendó. Y el gobierno que llega puede naufragar en las mismas aguas: la izquierda es mala para crear y administrar riqueza aunque muy eficiente para gastarla a manos llenas. No le duele. Por ejemplo, Carolina Corcho, la nombrada ministra, es uno de esos funcionarios que considera que los recursos públicos son ilimitados y en consecuencia hay que eliminar todo tipo de control al gasto en salud. Esa es, paradójicamente, una actitud inmoral.

En este contexto será presentada una Reforma Tributaria para recaudar 50 billones de pesos, que son necesarios para cumplir el rosario de promesas hechas durante la campaña por el Pacto Histórico. Este será el gobierno de los derechos y necesita plata para satisfacer las expectativas. 

A estas alturas supongo que estamos de acuerdo en que los impuestos son el sustento de los derechos y que no estamos muy seguros de su buen manejo. Por tal motivo, el primer paso del gobierno debería ser asegurar la legitimidad de la reforma. Que se crea que es justa y será bien administrada. 

Pero hay algo inquietante. Creo que es excesivo aspirar a que el 1 % de la población financie la revolución de los derechos que se propone el nuevo gobierno. Es indiscutible la urgencia de aumentar la progresividad tributaria y perseguir y penalizar severamente a los evasores. No obstante, es imperioso desprenderse del sesgo vengativo contra los más pudientes. Esa mentalidad oficial es, a la larga, contraproducente. Para garantizar la sostenibilidad económica, la estrategia tributaria debe complementarse con el diseño de un contexto productivo y un ecosistema público-privado generadores de riqueza en donde todos aporten según su capacidad y no duela pagar impuestos. Asimismo, atacar seriamente la corrupción enquistada en el sistema (cacocracia), elevar la preparación gerencial de la burocracia oficial. Aceptar que los recursos públicos tienen límite. Y ante todo, priorizar: no todo lo bueno se puede lograr al mismo tiempo.

Bien mirado, pues, es inconveniente plantearse el dilema «impuestos o salarios»; «Estado o empresas». Son indispensables ambas entidades. 

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