No apareció de la nada. Aunque pareciera. Como si el silencio —ese que precede a todo lo sublime— hubiera decidido parir arquitectura. Ahí, en medio de una hondonada callada de Llanogrande, Rionegro. De repente: una joya. Discreta. Majestuosa. Viva. El Odeón Escondido. Qué nombre, ¿no? Parece inventado por un poeta extraviado en el siglo XXI.
No es un auditorio. Tampoco un teatro. Mucho menos una sala de conciertos de esas con paredes grises y sillas de tortura lumbar. No. Esto es otra cosa. Un cuerpo acústico. Un templo. Un capricho casi divino levantado para que la música —la poética, la profunda, la que conmueve— tenga casa propia. En una región donde eso, sencillamente, no existía.
¿Y el diseño? Una locura contenida. O una plegaria en madera. Adentro, al fondo del escenario —el lugar del altar, si esto fuera una iglesia— brilla una roseta de Penrose. Geometría casi sagrada. Simetría sin repetición. Un infinito contenido en un dibujo. Y encima, el techo: Miura Ori. Parece japonés porque lo es. Un origami pensado por el astrofísico Kōryō Miura y replicado aquí en madera, como si alguien quisiera que el universo se plegara al sonido. Y se pliega. Lo juro. Cada panel, cada ángulo, cada poro de esa madera… canta. O calla. Según la obra.
Todo adentro es madera. Y no por capricho estético. Por amor. Porque la madera escucha. Respira. Resuena. Abraza. La acústica es tan precisa que hasta el silencio suena afinado. A veces uno quiere quedarse así: callado. Para no romper lo que suena sin sonar.
Simón Uribe —el arquitecto— no construyó: orquestó. Nada impone. Todo revela. Cada trazo esconde una intención. Cada forma, un gesto. Pocas veces la arquitectura se convierte en partitura. Esta vez, sí.
Pero este lugar no nace solo. Tiene madre. Marta Lucía Ramírez. Cardióloga. Melómana furiosa. Cultivadora de oídos. Durante años hizo tertulias musicales en Medellín que fueron escuela, liturgia, resistencia. Soñó con un espacio donde la música pudiera estar sin pedir permiso. Un lugar donde la belleza no fuera lujo sino necesidad. Y soñó tanto que un día ese sueño se volvió techo. Y acústica. Y butaca.
Y no es solo forma. Ya hay fondo. Ya han tocado aquí voces y dedos de los que estremecen. Manuel López un violinista sublime y virtuoso que pre inauguró El Odeón Escondido, su violín despertó el recinto dándole vida musical. Natalia Tobón, soprano luminosa. Diego Salazar, pianista que borda el teclado con la calma de quien respira música. Juan Felipe Restrepo, guitarra de fuego. El Proyecto Modular, una constelación de músicos de la Filarmónica de Medellín: Elizabeth Osorio (flauta traversa), Jhon M. Trujillo (violín), David Merchán (viola), Karen Londoño (violonchelo). Interpretaron el Cuarteto para flauta y cuerdas de Mozart. Sonó como si el mismo Mozart hubiera estado espiando desde alguna rendija, sonriendo.
Y no están solos. Hay padrinos. Gigantes. La maestra Blanca Uribe, símbolo del piano en América Latina. El maestro Lezlye Berrío, pianista de país, que tiene un virtuosismo íntimo y feroz. El maestro Pablo Villegas, violinista consagrado con una sensibilidad mágica. Todos han dicho presente. Y no como adorno. Como fe. Como quien sabe que ahí hay algo distinto. Y necesario.
El nombre Odeón viene del griego. ōideion: lugar para cantar. En la Grecia antigua eran espacios íntimos donde se oía, no solo se escuchaba. Donde se cantaba, sí, pero también se decía lo que no cabía en la calle. En lo cotidiano. Este Odeón recupera eso: no es un lugar para sonar. Es un lugar para escuchar. Con todo el cuerpo. Con las costillas. Con los ojos. Con el corazón si todavía late.
El Oriente antioqueño es una tierra de paradojas. Naturaleza brutal. Historia dolorosa. Riqueza mal repartida. Cultura a medias. Este lugar —El Odeón— parece un acto de reparación simbólica. Un intento de devolverle al tiempo su ritmo. A la tierra, su pausa. Aquí no hay conciertos. Hay rituales. Y los rituales, cuando son verdaderos, no se aplauden: se agradecen.
Todavía es joven. Recién nacido. Pero su alma viene de lejos. Como las catedrales góticas. Cada línea está ahí por algo. Cada decisión estética fue pensada como quien talla un rezo. No hay exceso. No hay sobra. Todo importa. Todo dice.
Falta una cosa. Y es urgente. Un piano. Uno digno. No prestado. No alquilado. Propio. Uno que haga cuerpo con el espacio. Que lo complete. Por eso están invitando a “donar una tecla”. Porque no se trata de plata. Se trata de fe. En la música. En el arte. En la posibilidad de que algo —por fin— suene donde antes solo hubo ruido.
Wagner decía que “la música empieza donde terminan las palabras”. Y este Odeón empieza justo ahí. En el umbral donde el lenguaje ya no alcanza. Donde hay que decir sin decir. Donde solo la música puede.
Y sí. En estos tiempos llenos de todo. Saturados de voces, de opiniones, de sonidos estridentes y verdades gritadas… necesitamos más silencios como este. Silencios que vibran. Que acunan. Que afinan.
Necesitamos más Odeones.
Aquí puedes donar para el piano.
https://vaki.co/es/vaki/un-piano-para-el-odeon-escondido-en-rionegro
Diana Patricia Pinto
Comunicadora social y periodista, magister en Dirección de Empresas y Organizaciones Turísticas.
Autora de libros de cuentos y novelas infantiles, juveniles y para adultos. También es autora de libros académicos sobre turismo, comunicación y política. Escribe poesía vanguardista, autoayuda y reflexiones. Actualmente tiene trece libros publicados de diferentes géneros y temáticas.
Directora de Cartagena Post, portal informativo de Cartagena de Indias. Creadora del podcast Plétora.
Profesora universitaria por más de 15 años, en las áreas de comunicación y turismo en importantes universidades colombianas. Creadora de varios programas académicos innovadores en una universidad pública de su ciudad.
Tiene estudios superiores en Gerencia de Mercadeo, de proyectos y docencia universitaria.
Es columnista de opinión de medios de comunicación y portales hispanoamericanos.
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