Manual de sombras

Publicado el Camilo Franco

¡Hola Amazon, adiós Amazonía!

Entran a saco, al asalto, con la pretensión de superioridad que irradian sus estratosféricos números y su omnipresencia mundial. Entran por la puerta grande, sin pedir permiso ni dar las gracias, al contrario, se les ruega que vengan, se clama desesperadamente por su presencia, desde hace años se sueña con que gigantes de la talla de Amazon, Google, Starbucks, Facebook o Apple abran inmensas sedes en Colombia y puedan ocupar a miles de compatriotas desempleados a los que un estado indiferente es incapaz de ofrecerles lo que parece que otros privados ofrecen sin mayor esfuerzo como pan de a peso. Se les observa y venera como dioses que vendrán a transmitir valores ultraterrenos que aquí, por algún extraño e inexplicable motivo, no poseemos. Pobres de nosotros, somos y seremos siempre los siervos de otras deidades de(l) más allá (del canal de Panamá o del océano Atlántico) a cuyos encantamientos ciegamente obedecemos.

Nuestros ilustres representantes no paran ahí, no, no, no, ¡cómo se les va a ocurrir! En este país de emprendedores – de infaustas e injustas causas -, para más inri – y con más ahínco – a las multinacionales tecnológicas y de servicios les abrimos las puertas, las ventanas, y hasta las aduanas con un servilismo rayano en lo patético, arrodillados, dispuestos a ofrecerles, si la ocasión lo amerita o la coyuntura apremia, hasta el trasero con tal de satisfacer sus onerosas condiciones, cediendo a sus caprichos tributarios y concediéndoles gabelas fiduciarias que, en manos de las empresas nacionales, serían consideradas infracciones monopolísticas. Estas, además, de forma artera y vergonzante, entran orondas como si de invitados V.I.P. a la fiesta del trasquilón económico se tratara, a sabiendas de que un terreno fecundo les ha sido preparado y abonado, y aprovechándose de que las defensas sociales están bajas: ya sea otro descenso internacional de los precios del petróleo, esa savia que alimenta las podridas venas del estado; ya sea porque otra aplanadora económica – eufemísticamente llamada ley de financiamiento – se convertirá en ley y vendrá a desfondar los bolsillos de la clase media, ya descosidos por los costos inflacionarios de la vida. Es un coctel de humillante adulación, intereses desproporcionados y un arribismo individualista que termina envenenando no solo la política como ámbito de lo público, sino además repercutiendo en la configuración ideológica de la vida social, dando por hecho que la globalización económica y legislativa que estas empresas imponen habrá de beneficiar a todas las capas de la sociedad, muchas de las cuales solo accederán al “progreso” como empleados mal remunerados.

Lo importante es subrayar que mientras esta apertura de piernas estatal sucede (perdónenme el sexismo de la metáfora, pero viene muy bien a cuento), ofertas y servicios que aquí no existen y que prometen el oro y el moro en forma de productos con nombres extranjeros, olores extranjeros y aparentemente inigualables cualidades intrínsecas y también extranjeras, seducen cada día a más y más compatriotas que ignoran no solo las condiciones de producción de esos productos, sino su rol en la globalización y homogenización de los gustos. Han llegado los últimos y más avanzados profetas del bienestar, con sus evangelios de progreso y eterna felicidad, saturando el ambiente de promesas que solo en los anuncios, hechos en lejanos países con otras condiciones de vida aquí inimitables, se cumplirán.

Ese encandilamiento de los portavoces de la nueva era de vida digital, con sus promesas de instantánea felicidad exprés, ensombrece las nefastas realidades que suceden en el seno mismo de una sociedad desigual y jerárquica como la nuestra. Amazon entra, y la Amazonía, que en la mente de muchos solo comparte con la primera una vaporosa reminiscencia de mito e irrealidad, va perdiendo a pasos agigantados su figura y existencia, símbolo denostado de las pocas cosas que aún conservamos intactas como nación: una riqueza natural que no deja de asombrarnos. No parece que a muchos importe el fin que habrá de tener una enorme porción virgen de territorio, a manos de criminales que la desnudan y nos arrebatan el agua, la flora y la fauna que ella alberga, dejando a cambio campos de destrucción y desolación. Nos han enseñado, adoctrinado y no pocas veces obligado a ver y maravillarnos del horizonte de otras Amazonías tecnófilas y extranjeras, mientras en nuestra ceguera perdemos el norte del propio cuerpo natural que estamos dejando destruir impunemente.

Antes de dejarse seducir por objetos y servicios que, si le creemos a la publicidad, habrían de poseer tantas y tan provocadoras cualidades – su aparición en incontables y enormes anuncios así lo demostraría, aunque no sepamos cómo – piensen si en realidad las desventajas no se maquillan, no se omiten las intenciones y no se exalta el fetichismo del consumo individualista y desaforado que esos productos implican. Los invito a que viajen, a que se acerquen al corazón – sin tinieblas – de esa Amazonía límpida, pura, donde frutos inesperados, colores nunca antes vistos y expresiones de una riqueza cultural para muchos desconocida, afloran a cada paso. Cojan sus maletas, viajen a Leticia, vayan a la Orinoquía, piérdanse – con un guía de confianza – por tierras que les quitarán las ganas de estar hiperconectados con hiperrealidades inalcanzables y les entregarán días de placer y de sabiduría. Tal vez, al hacerlo, entenderán por qué hay que alzar todos juntos la voz por conservar no solo nuestra propia historia, sino la naturaleza y su patrimonio cultural.

 

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