
Nota preliminar: Esta columna fue publicada en El Espectador, en la sección de «Columna del Lector«, en cierto día de 2014. Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia. Es una ucronía futurista, un raro ejemplar del género de ciencia-ficción en su variante geopolítico-social, por lo mismo no debe tomarse en serio.
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Bogotá, 10 de marzo de 2064.
Desde que los científicos descubrieron que la sal podía resultar tan adictiva y peligrosa como la cocaína, según lo reportó hace unos 50 años el periódico colombiano El Espectador, se desató en el mundo una revolución social. Los adictos cambiaron las jeringas y cigarrillos por los otrora inofensivos saleros. La comunidad internacional prohibió la comercialización y uso de la sal, luego que la Asamblea de Naciones Unidas votara una Resolución condenando esa sustancia nociva. En cierta forma la vida se volvió algo insípida.
Colombia desde tiempos inmemoriales ha tenido minas de sal, desde el desierto de La Guajira en el Mar Caribe hasta las frías altiplanicies. Los indígenas consideraban la sal como algo sagrado y comerciaban con él, haciendo trueque por oro, estableciendo el cambio de la necesidad por la necedad. Con la prohibición, surgieron violentos grupos de contrabandistas que vieron en la sal una forma de hacerse millonarios. Fueron motivados además por algunos extranjeros radicados en Colombia como cooperantes de seguridad.
Nuestro país siguió las políticas mundiales, hasta el punto de clausurar la maravillosa Catedral de Sal, la cual al menos se salvó de la propuesta de un concejal bogotano que abogaba por derrumbarla por representar la idolatría al vicio. Comerciales publicitarios repetían el estribillo “la sal es el mal”. Por cuenta de los mafiosos del cloruro de sodio, Colombia se convirtió en el primer productor y exportador mundial del producto ilegal. El tráfico de sal empezó a corromper todos los niveles de la sociedad, pero valientes personas desde el Estado y los medios de comunicación enfrentaron el fenómeno, desarrollándose el terrorismo salino que dejó miles de muertos entre jueces, periodistas, policías, funcionarios honestos y víctimas inocentes.
Al tiempo, en Norteamérica y Europa se desató con furor el consumo clandestino de la sal, la cual alcanzó altos precios. En Hollywood se estrenaron películas, filmadas en países diferentes a Colombia, que mostraban a los colombianos como salvajes delincuentes y al país como un basurero peligroso. En los aeropuertos del mundo los colombianos fueron vistos como sospechosos habituales. Para confirmar esta mala identidad, incluso las productoras de televisión nacional hicieron series en donde se glorificaba al “salero”, nombre con el que coloquialmente se llamaba al mafioso de la sal.
El problema, siendo mundial, sólo parecía relacionarse con Colombia, aunque luego aparecieron traficantes en otros países que se impusieron en el comercio ilícito del cloruro de sodio. La hipocresía sobre el tráfico de sal imperaba. Los bancos de las naciones desarrolladas a donde llegaban los capitales de los mafiosos, callaban de manera cómplice, mientras sus gobernantes hacían discursos demagógicos sobre la guerra contra la sal.
Pasados 40 años de fracasos en la política anti-sal, en el mundo se comenzó hablar de las propiedades benéficas de la sustancia para la salud y la alimentación. Se fue imponiendo la legalización progresiva de la sal. Curiosamente al mismo tiempo, las potencias globales desarrollaban productos sintéticos similares a la sal y descubrían ricos yacimientos del mineral, incluso se citaron referencias bíblicas a su favor. Colombia, quedó rezagada del resto de países, con la ética afectada por la “cultura” mafiosa heredada, con su prestigio dañado y sin recursos, gastados en la guerra. Al final, para cubrir la demanda interna el país comenzó a importar sal desde Estados Unidos.
–Es que somos muy salados, dijo alguien lacónicamente.
Dixon Acosta Medellín
En Twitter, a ratos escasos pruebo sabores dulces y salados como @dixonmedellin