En los talleres con adolescentes que he acompañado durante años, uno aprende a distinguir algo que suele escapársele al Estado y a la opinión pública: la adolescencia es una frontera movediza. No es ni infancia plena ni adultez resolutiva. Es un territorio de búsqueda, de contradicciones, de miedos que no siempre se dicen. Lo he visto demasiadas veces: muchachos que intentan aparentar fortaleza, pero cuya voz tiembla cuando hablan de su futuro. En su fragilidad hay una verdad que cualquier política de seguridad debería reconocer antes de tomar una decisión que implique vidas jóvenes.
Por eso, cuando se conocieron los bombardeos en el Guaviare y en otras regiones, no pensé en la estrategia ni en la “necesidad operativa” que suelen invocar los comunicados oficiales. Pensé en lo que implica, en cualquier sociedad democrática, aceptar la muerte de menores como un costo colateral. Países que han logrado reducir el reclutamiento —desde Uganda hasta Sri Lanka— coinciden en un principio básico: cuando un Estado golpea militarmente un campamento donde puede haber menores, el efecto no solo es ético, sino estratégico. Se rompe la legitimidad, se profundiza la desconfianza y se perpetúa la lógica de que la guerra es un terreno donde la infancia siempre pierde.
Colombia, además, no agrede a sus niños únicamente desde los cielos. Lo hace también en tierra firme, a diario, con silencios que pesan tanto como las bombas. En los territorios rurales, los menores siguen expuestos al reclutamiento forzado, al abuso sexual utilizado como mecanismo de control, a la desaparición, a minas antipersonal que amputan futuros, a escuelas donde la guerra entra sin permiso. En las ciudades, los adolescentes caen atrapados entre bandas locales, extorsiones, economías ilegales que los absorben desde temprana edad y un Estado que llega tarde, o no llega. La violencia contra la niñez en Colombia es estructural, sostenida y plural; los bombardeos solo son la forma más visible —y la más fácil de negar— de un problema mucho más profundo.
A diferencia de otros países posconflicto, Colombia sigue atrapada en un ciclo repetitivo: acuerdos que abren expectativas, disidencias que se multiplican, territorios donde el Estado llega después de los fusiles. Basta comparar nuestra situación con la de países que, tras conflictos internos prolongados, adoptaron protocolos estrictos para operaciones militares en zonas con presencia de menores: en Nepal, por ejemplo, la política de “primero evacuar, después disparar” redujo drásticamente la victimización infantil. En Sierra Leona, una década después del final de la guerra, la regla de no atacar campamentos con posible presencia de adolescentes se convirtió en política de Estado. No es ingenuidad; es pragmatismo civilizatorio.
Aquí, en cambio, la discusión se fractura según conveniencias partidistas. Y es imposible ignorar la responsabilidad política del presidente Gustavo Petro: un mandatario que en sus años de oposición hizo de la protección de los menores un pilar discursivo y que hoy, en el poder, ha avalado operaciones que contradicen de frente ese principio. Pero quizá más desconcertante que el giro presidencial es la reacción de muchos sectores de izquierda: sectores que, por temor a incomodar al líder o por el cálculo de no aparecer como críticos internos, han optado por el silencio. Esa autocensura no solo revela una profunda incoherencia, sino que pone en cuestión el marco ético que dijeron defender durante años. No se puede proclamar la defensa de la vida cuando gobierna otro y justificar la misma muerte cuando gobierna el propio.
Los nombres de los menores muertos —Dani Santiago Leyton Cuéllar, Deini Lorena Beltrán Mendoza, Maicol Andrés Pérez Ávila, Martha Elena Abarca Vilches— no deberían ser un punto de debate, sino de convergencia nacional. En cualquier país que aspire a una paz sostenible, la muerte de adolescentes en operaciones militares es un fracaso institucional, no un trofeo operativo. La evidencia comparada es clara: mientras más se normaliza la participación de menores en la guerra —como víctimas, reclutas o daños colaterales— más difícil es salir del conflicto. Las sociedades que han logrado hacerlo comenzaron por lo más obvio: poner a los niños fuera de la ecuación militar. A estos niños asesinados poco les importo si las balas y el fuego letal desde el cielo, lo disparaba un gobierno de izquierdas o derechas.
No se trata de ingenuidad ni de sentimentalismo. Se trata de comprender que el tratamiento que un país da a sus jóvenes es un indicador más fiable de su futuro que cualquier cifra económica. En Colombia llevamos demasiado tiempo aceptando que las decisiones de seguridad se tomen sin incorporar esta perspectiva. Pero un Estado que renuncia a proteger a los menores, incluso en contextos de guerra, termina debilitando la legitimidad que necesita para imponer la paz.
Los niños de la guerra no son una tragedia inevitable: son el resultado de decisiones. Y las decisiones pueden cambiar. Países que vivieron conflictos tan complejos como el nuestro lo han demostrado. La pregunta es si tendremos la madurez institucional y política para hacer lo mismo, o si seguiremos, por comodidad o por cálculo, sacrificando a aquellos que menos pueden defenderse.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.