Hace poco menos de dos años, fui invitado a presentar una realidad del conflicto ambiental en Colombia en la Universidad de Princeton, en los Estados Unidos, fue un espacio que compartimos con investigadores de 15 países distintos y prácticamente todas las latitudes, contó también con presencia de otros Colombianos, investigadores y comunidades, incluso Cristian Samper el director del Jeff Bezos Fund, estuvo presente. Mi presentación se tituló “the sacred plant and the wrong policy”  algunas de esas reflexiones quisiera compartir en este espacio.

Desde tiempos inmemoriales, la hoja de coca ha sido considerada sagrada por muchas comunidades indígenas de Sudamérica y particularmente en mi país, Colombia. Su consumo en forma de masticación o infusión ha estado ligado a prácticas espirituales, ceremoniales y medicinales. Sin embargo, en la modernidad, su derivado más famoso, la cocaína, ha sido demonizado, convertido en un símbolo del narcotráfico y en el eje de una guerra global con desastrosas consecuencias para las comunidades y para ecosistemas únicos. A pesar de que Colombia ha sido el epicentro de la producción de cocaína durante décadas, los dividendos económicos de esta industria ilícita no se quedan en el país, sino que alimentan mercados en Europa y Estados Unidos. La contradicción entre la sacralidad ancestral de la planta y la política represiva contemporánea muestra la necesidad de un replanteamiento serio de la política global de drogas.

La relación de la humanidad con la coca es milenaria. Los pueblos indígenas de la región andina han utilizado la hoja de coca durante siglos, no solo como un estimulante suave que ayuda a soportar el hambre y la fatiga, sino también como un puente espiritual en sus rituales. En los Andes, la coca es un símbolo de identidad y resistencia, una herencia que sobrevive a pesar de los intentos de erradicación por parte de los gobiernos y las políticas internacionales.

Pero la cocaína como sustancia química tuvo su auge en el siglo XIX, cuando fue aislada por primera vez en 1860 por Albert Niemann, un químico alemán. Su uso rápidamente se extendió en Europa y Estados Unidos. Figuras emblemáticas como Sigmund Freud la defendieron como una sustancia con propiedades beneficiosas para el ánimo y la concentración. Un caso aún más ilustrativo y divertido es el de Sherlock Holmes, el célebre detective creado por Arthur Conan Doyle, quien en varias de sus aventuras es descrito como consumidor de una solución al 7% de cocaína, la cual se inyectaba para estimular su mente y combatir el aburrimiento.

La cocaína era un producto de consumo relativamente común en la era victoriana, utilizada en tónicos, bebidas y hasta en la fórmula original de la Coca-Cola. Fue solo en el siglo XX, con el advenimiento de los movimientos prohibicionistas y la creciente asociación de la sustancia con el crimen organizado, que comenzó a ser ilegalizada en la mayoría de los países.

Colombia, Perú y Bolivia han sido los principales productores de hoja de coca y cocaína en el mundo. Según el Informe Mundial sobre las Drogas de la ONU de 2023, se estima que la producción mundial de cocaína alcanzó un récord histórico, con más de 2,000 toneladas métricas anuales. Sin embargo, el grueso de las ganancias no queda en las comunidades cultivadoras ni en los países productores. Se estima que en el mercado global, la cocaína genera más de 150,000 millones de dólares al año, de los cuales la mayoría termina en las arcas de organizaciones criminales en Europa y Estados Unidos.

El campesino cocalero en Colombia recibe entre 50 y 100 dólares por arroba de hoja de coca, mientras que el kilo de cocaína puede venderse en Nueva York o Londres por más de 60,000 dólares. Este brutal diferencial de precios refleja la asimetría del negocio: mientras los países productores enfrentan la violencia, la represión y la criminalización, los grandes capitales del narcotráfico se manejan en las principales economías del mundo.

Esta asimetría económica revela una brecha de valor de hasta el 600% a lo largo de la cadena de suministro. A pesar de los esfuerzos represivos, el consumo global de cocaína ha aumentado en un 22% en la última década, evidenciando el fracaso de las políticas prohibicionistas y la necesidad urgente de un enfoque regulatorio alternativo.

Desde el Plan Colombia hasta la guerra contra las drogas promovida por Estados Unidos, la estrategia ha sido la misma: erradicación, criminalización y militarización. No obstante, los resultados han sido catastróficos. En Colombia, la lucha contra la cocaína ha servido de pretexto para una guerra interna que ha dejado más de 260,000 muertos y millones de desplazados y esto sigue.

La erradicación forzada con glifosato ha afectado no solo a los cultivos de coca, sino también a los ecosistemas y a los cultivos de subsistencia de los campesinos. Además, la sustitución voluntaria ha sido un fracaso en muchos casos, ya que no existen alternativas económicas viables para las comunidades rurales. Mientras tanto, los grandes capos del narcotráfico y narco-guerrillas siguen operando con impunidad, reconfigurando sus rutas y métodos para adaptarse a las nuevas estrategias gubernamentales, es el caso actual del Cauca y el Catatumbo.

El enfoque represivo también ha tenido un impacto devastador en la sociedad colombiana. La militarización ha alimentado la corrupción, la violencia y la expansión de grupos armados ilegales. En lugar de reducir el tráfico de drogas, ha hecho que el negocio sea más lucrativo para quienes pueden operar en la clandestinidad.

 Con el paso del tiempo, la percepción de la cocaína cambió radicalmente y se convirtió en un símbolo de la cultura del exceso y el lujo en el siglo XX. En los años 70 y 80, el auge del consumo en Estados Unidos y Europa llevó a una respuesta gubernamental agresiva, cimentando la narrativa de la “guerra contra las drogas”.

También esto ha afectado el imaginario propio de la sociedad Colombiana, nuestra identidad en el mundo está fuertemente asociada a la cocaína, a la mafia y al narcotráfico, somos víctimas de una estigmatización injusta y esto también cambió la forma en que nos vemos a nosotros mismos, algo muy injusto pues no somos el 2% de los consumidores globales, además de esto nuestra participación en el negocio global es espuria.

Sin embargo, en los últimos años, han surgido nuevas visiones sobre el consumo de sustancias psicoactivas. Países como Portugal han optado por la despenalización de todas las drogas, enfocándose en la reducción de daños y el tratamiento en lugar de la criminalización. Los resultados han sido positivos: una reducción en el consumo problemático y la disminución de muertes por sobredosis.

Si algo ha demostrado la historia es que la prohibición no ha funcionado. El narcotráfico sigue siendo una de las economías más rentables del mundo, y su represión solo ha servido para perpetuar la violencia en los países productores. La pregunta es: ¿qué alternativa existe?

Un enfoque más sensato debería partir del reconocimiento de la coca como lo que es: una planta con múltiples usos, cuya criminalización solo ha servido para alimentar un negocio ilegal. La regulación de la cocaína, junto con la legalización y des-estigmatización de la hoja de coca para usos tradicionales y medicinales, podría debilitar las estructuras del narcotráfico y generar beneficios para las comunidades que han sido históricamente castigadas por esta política fallida.

La regulación permitiría controlar la calidad de la sustancia, reducir la deforestación, evitar la adulteración con productos altamente tóxicos y reducir el poder de las organizaciones criminales, que hoy son amenazas en todo el hemisferio. Además, un modelo de impuestos sobre la cocaína podría generar recursos para programas de salud pública y educación.

El debate sobre las drogas está cambiando en el mundo, y América Latina debería asumir un rol protagónico en la construcción de una política alternativa. Para eso hay una oportunidad aún de mirar a las comunidades indígenas y su comprensión de la planta, su entendimiento, que en verdad dista mucho de la visión consumista y destructiva, que domina la narrativa sobre la hoja de coca desde el siglo XIX. Es urgente apostar por un enfoque basado en la salud, la regulación y el respeto por las comunidades que han sido guardianas de esta planta sagrada durante siglos y que hoy siguen afectadas en el corazón de este conflicto.♦

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