El legislador y el académico”

Hay momentos en la política en los que las categorías tradicionales se tensan y el país parece dispuesto a escuchar matices. Colombia atraviesa uno de esos instantes. El centro —esa palabra tantas veces usada y abusada— aparece hoy con una oportunidad real de gobernar. Pero no es un centro homogéneo ni pacífico. Entre Roy Barreras y Sergio Fajardo se expresan dos formas distintas de entenderlo, dos trayectorias de Estado y, sobre todo, dos maneras de relacionarse con el poder y con la historia reciente del país.

Ambos son, sin duda, hombres de Estado. No son improvisados ni producto de una coyuntura emocional. Han hecho de la administración pública una vocación sostenida. Sin embargo, sus diferencias son profundas y comienzan por el origen. Sergio Fajardo proviene de una familia acomodada y de un mundo marcado por la academia. Matemático, profesor universitario, su relato político nace de la pedagogía, del respeto al contradictor y de la convicción de que la política puede transformar la sociedad si antes transforma los valores. Su idea de centro es, en buena medida, una idea académica: dialogante, racional, moralmente exigente.

Roy Barreras, en cambio, viene de una familia humilde y su formación política no se dio en los claustros sino en el terreno áspero del poder real. Médico de profesión, legislador por vocación, su carrera se ha desarrollado principalmente en el Congreso de la República, donde aprendió —como pocos— que la política es el arte del acuerdo. No del acuerdo ideal, sino del posible. Para muchos, es el legislador más hábil de Colombia; para otros, un político excesivamente pragmático. Pero lo cierto es que la política colombiana —como la política en el mundo— se ha construido históricamente sobre ese pragmatismo.

Esa diferencia de centros ya se había expresado con claridad en el plebiscito por la paz. Para Fajardo, el plebiscito fue un ejercicio ético y pedagógico: una oportunidad para reconciliar al país alrededor de una idea superior. Para Roy, fue una batalla política concreta, donde había que ganar, corregir, negociar y salvar el proceso como fuera. Dos aproximaciones distintas frente a un mismo hecho histórico: una desde la convicción moral, otra desde la urgencia política.

En la izquierda colombiana persiste una referencia inevitable: Iván Cepeda. Cepeda sí es, sin ambigüedades, el reflejo de las viejas izquierdas latinoamericanas. Hijo de un dirigente comunista asesinado durante el exterminio de la Unión Patriótica, su biografía política está marcada por la memoria, la persecución y la idea de la política como una causa histórica. No es un accidente que su formación ideológica se haya dado en Bulgaria, un país que, aunque no fue una república constituyente de la Unión Soviética, sí fue un Estado satélite y uno de sus aliados más cercanos bajo la esfera de influencia soviética entre 1944 y 1989. Bulgaria estableció una República Popular comunista, se integró al Pacto de Varsovia y fue un miembro leal del Bloque del Este hasta el colapso soviético.

Cepeda encarna esa izquierda forjada en la Guerra Fría, atravesada por la idea del sacrificio, la denuncia y la justicia histórica. Su trayectoria está profundamente ligada a la defensa de los derechos humanos y a una confrontación estructural con Álvaro Uribe Vélez, una confrontación que tiene raíces jurídicas, políticas e ideológicas. En el fondo, Cepeda representa una de las luchas centrales de la izquierda en colombia: probar, juzgar y condenar los presuntos vínculos del uribismo con el paramilitarismo.

Esa identidad lo convierte en una figura coherente, incluso admirable para amplios sectores de la izquierda tradicional. Pero también delimita su alcance electoral. Cepeda es un candidato fuerte en términos simbólicos y morales, pero en una segunda vuelta presidencial su proyecto encuentra límites claros. Su narrativa interpela a la memoria y a la conciencia, pero tiene dificultades para traducirse en mayorías amplias en un país cansado de la confrontación ideológica permanente.

Ahí aparece la paradoja del progresismo. Si bien Cepeda encarna con fidelidad la historia y la ética de la izquierda, no parece ser la llave para ganar una elección presidencial en segunda vuelta. Y es justamente en ese punto donde emerge Roy Barreras como una figura funcional al poder real. Roy lo sabe. Y lo sabe también el patriarca del progresismo colombiano: Gustavo Petro.

Petro necesitará, con urgencia, un presidente que lo proteja, que garantice gobernabilidad y que sepa moverse en el terreno de los acuerdos. En esa ecuación, Petro necesita mucho más a Roy que a Cepeda. El centro pragmático, flexible y negociador resulta más útil que una izquierda ideológica, rígida y testimonial.

Del otro lado, Sergio Fajardo enfrenta el mejor momento de su vida política. Nunca antes las circunstancias le habían sido tan favorables. Una derecha debilitada y atomizada lo pone, por primera vez, con una posibilidad real de pasar a segunda vuelta. Y en ese escenario, Fajardo se vuelve enormemente competitivo: gran parte de la derecha votaría por él para evitar el triunfo de cualquier candidato cercano a Petro.

Fajardo no despierta odios profundos ni pasiones desbordadas. Y en un país exhausto de la polarización, esa tibieza aparente puede convertirse en fortaleza. Representa una salida tranquila, una transición sin sobresaltos, una apuesta por bajar el tono sin desmontar el sistema.

“Nunca antes había tenido el centro tanta oportunidad de gobernar a Colombia”. La frase circula con fuerza. Pero la pregunta decisiva no es si el centro gobernará, sino cuál centro lo hará.

¿El centro académico de Fajardo, que cree en la pedagogía, en la decencia y en el ejemplo moral?
¿O el centro pragmático de Roy, que entiende que el poder se ejerce negociando, acordando y cediendo?

Entre Roy y Fajardo no solo se juega una candidatura. Se juega una definición de centro y, con ella, una idea de país.

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