En tiempos de trincheras ideológicas, el centro político se ha convertido en el enemigo común. Para las izquierdas, representa tibieza moral; para las derechas, una ambigüedad peligrosa. Ambos extremos coinciden —aunque rara vez se reconozcan mutuamente— en despreciar el ejercicio de la moderación, la búsqueda del equilibrio y el valor del disenso. El centro no solo incomoda, sino que irrita. Y ese malestar se ha convertido en una forma virulenta de odio.
Pero ¿por qué se odia tanto al centro? ¿Por qué molesta más quien busca escuchar a todos que quien grita desde una orilla?
Desde la invención de las repúblicas modernas, el centro ha sido clave para la creación de marcos institucionales estables. El liberalismo político clásico —ni absolutista ni revolucionario— sentó las bases de las democracias representativas, con Montesquieu, Madison o Tocqueville defendiendo el equilibrio de poderes, el pluralismo y la tolerancia como antídotos contra el despotismo y el caos.
En su influyente obra The Principles of Representative Government (1997), el politólogo Bernard Manin sostiene que las democracias modernas funcionan mejor cuando logran representar no solo mayorías, sino una diversidad de posiciones, especialmente aquellas que buscan consensos. El centro no es debilidad: es arquitectura política.
Más recientemente, un estudio revelador del Pew Research Center (2022) encontró que los votantes que se ubican en el centro ideológico son los más dispuestos a escuchar al adversario político y apoyar políticas mixtas, lo que los convierte en estabilizadores naturales de los sistemas democráticos. Paradójicamente, también son los más marginados por el discurso público dominado por extremos.
La Unión Europea, una de las construcciones políticas más ambiciosas del siglo XX, fue fruto de acuerdos centristas entre antiguos enemigos. Líderes como Konrad Adenauer y Robert Schuman no habrían sido posibles sin una lógica de reconciliación y consenso. Europa no se reconstruyó desde el odio, sino desde la mesura.
En el Reino Unido, la llamada tercera vía impulsada por Tony Blair —analizada por Anthony Giddens en The Third Way (1998)— combinó eficiencia económica con políticas sociales robustas. En Alemania, Angela Merkel ejerció un liderazgo desde el centro que mantuvo cohesionado al país durante crisis migratorias, financieras y sanitarias. No es casual que Alemania haya tenido durante años uno de los niveles más bajos de polarización política en Europa, según el Democracy Perception Index.
Incluso en América Latina, experiencias como la de Fernando Henrique Cardoso en Brasil o Michelle Bachelet en Chile muestran que las terceras vías, cuando son serias, pueden lograr avances duraderos sin caer en el péndulo de la refundación constante.
Lo más preocupante, sin embargo, es que el odio al centro ha contagiado a los propios movimientos ideológicos. No solo se ataca al adversario externo, sino que también se sofoca cualquier disenso interno. Quien dentro de la izquierda duda, quien en la derecha matiza, es sospechoso. El pensamiento único se impone como regla tácita. Las voces intermedias, que antes servían como puentes, hoy son vistas como traidores. Eso es evidente hoy en el progresismo en Colombia y la cantidad de voces (especialmente mujeres) censuradas.
Un estudio de More in Common documentó cómo, tanto en Estados Unidos como en Europa, grandes sectores de la población temen expresar opiniones moderadas por miedo al castigo social o político. Esta autocensura —en especial entre jóvenes militantes o activistas— crea cámaras de eco que radicalizan aún más los movimientos, expulsando el matiz y premiando la ortodoxia.
Cuando las comunidades políticas castigan el disenso interno, no se fortalecen, se debilitan. La falta de contradicción lleva al dogmatismo. Y el dogmatismo destruye la deliberación, que es el alma de toda democracia.
Lo paradójico es que las democracias no se sostienen por los extremos, sino por los matices. La paz se construye desde la diferencia, no desde la unanimidad y eso lo sabemos bien en Colombia. Y si algo necesitamos —en Colombia, en América Latina, en el mundo— es recuperar esa capacidad de escucha, de negociación, de respeto. No como un lujo, sino como una urgencia.
El centro no es la ausencia de ideas. Es una forma de entender el poder desde la duda razonable. Es una ética del equilibrio. No se trata de pedir que todos se vuelvan centristas, sino de reivindicar la legitimidad de la diversidad como parte esencial del ecosistema democrático. El pluralismo no es tolerar al que piensa igual, sino convivir con el que piensa distinto. Y el centro, sigue siendo un espacio necesario para esa convivencia.
El odio al centro no es solo un síntoma de polarización. Es también una amenaza profunda al corazón mismo de la democracia.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.