Por: María Cristina Ocampo[i]
En el marco de una crisis sin precedentes, cuando todos los analistas están de acuerdo en la necesidad de re-pensar el modelo económico y las políticas públicas para devolver a los países sus perspectivas de crecimiento y a los ciudadanos sus oportunidades de ingreso, resulta francamente oportunista, regresiva e inconveniente la propuesta de las llamadas “hipotecas inversas”, anunciada por el ministro de Vivienda como un “mecanismo de protección para los mayores de 65 años”.
Oportunista, porque coincide con la quiebra de miles de empresas, con una tasa de desempleo cercana al 20%, la más alta de los últimos quince años que, según el DANE, arrojó cerca de 4 millones de desempleados al mes de confinamiento y con el pronóstico de una pérdida del PIB, que estará entre menos 4.5 % según ANIF y menos 6.1% según la OCDE este año, borrando los avances de dos décadas en la disminución de la pobreza en nuestro país, como afirma un estudio de la universidad de los Andes. El impacto de estos indicadores se siente no solo entre los excluidos de siempre, sino también entre quienes tras años de esfuerzo habían llegado a la clase media, y ahora descienden a la condición de “pobres vergonzantes”, cuya vivienda es el único activo, pero carecen de rentas para pagar los impuestos, los servicios públicos o los alimentos.
Más grave aún es la situación de los mayores, pues tres de cada cuatro no lograron conseguir una pensión de vejez, porque no tuvieron continuidad laboral o nunca accedieron a un empleo formal o porque sus empleadores no pagaron los aportes de Ley o porque, como algunos advertimos cuando se aprobó la Ley 100, los ahorros individuales de las personas con ingresos inferiores a dos salarios mínimos, serían insuficientes para construir una renta vitalicia.
En tan precaria condición, no sorprende que muchos viejos pasando dificultades, prefieran sacrificar el único ahorro conseguido después de inmensos esfuerzos a cambio de la promesa envenenada de una renta, que como lo anuncia el ministro en la “letra chiquita” de sus declaraciones, “ dependerá del avalúo del inmueble y no será superior al promedio de la rentabilidad esperada de los arriendos, aproximadamente el 0.3% mensual” mientras los propietarios deben pagar los gastos notariales de la hipoteca y seguir respondiendo por los impuestos y por el mantenimiento del inmueble hipotecado. Aunque los propietarios podrán seguir viviendo en el inmueble, no podrán enajenarlo a ningún título y al momento de morir sus herederos deberán “saldar la deuda de la hipoteca con sus recursos, vendiendo el inmueble y pagando el saldo correspondiente, o entregarlo como pago por la renta que recibió su familiar” (El tiempo, 06-13). Es decir, una misma familia tendría que pagar dos veces por el mismo bien o quedarse sin herencia.
Resulta increíble que cuando los principios de equidad y solidaridad deberían imponerse, decretando, por ejemplo, una renta básica orientada a la protección de los más pobres, iniciando por los viejos, el gobierno anuncie con su acostumbrada retórica de “ayudarle a los abuelitos” una figura que, como la hipoteca inversa, constituye un despojo del patrimonio familiar en beneficio, una vez más, del voraz sistema financiero colombiano.
Como tantas otras medidas dictadas bajo el amparo de la emergencia económica, esta es evidentemente regresiva y ajena al mandato constitucional. No solo porque pretende transferir a los más poderosos el ahorro de los hogares más vulnerables, sino también porque las políticas públicas de vivienda que iniciaron en nuestro país desde la primera mitad del siglo pasado y que estuvieron orientadas a democratizar el capital creando un país de propietarios, han podido desarrollarse gracias a los enormes recursos fiscales trasferidos como subsidios y a los depósitos de los ahorradores en sistemas de ingrata recordación como el UPAC, que a finales de los noventa también entregó a los bancos las viviendas de millones de familias, como lo evidencian los censos de 1993 cuando 63.5% de los hogares eran propietarios por contraste con un 54.4% para el censo de 2005.
Brillan en cambio por su ausencia, las preocupaciones del ministro de Vivienda sobre el descenso del número de propietarios de inmuebles que declinó al 48.1% según las estimaciones censales para el 2018 y el déficit habitacional medido por el hacinamiento, la falta de servicios públicos domiciliarios, incluido el acceso al agua potable, y la precariedad de los materiales de construcción en el 36.6% de los hogares, según la Encuesta de calidad de vida promovida por el DANE, Planeación Nacional y , quien lo creyera, por el ministerio de Vivienda en 2018.
Resulta cuando menos sospechoso, que el ministro presente como “novedad” el invento de alguna aseguradora norteamericana en 1961 y que el gobierno pretenda imponer por decreto una iniciativa de la banca privada, ensayada y abandonada en muchos países por su escasa aceptación entre los clientes potenciales.
Y es que se trata de una propuesta a todas luces inconveniente, no solo para los propietarios en trance de pasar a mejor vida, sino también para la economía en su conjunto y para la renovación y mejoramiento de los espacios urbanos. Dejar inmovilizados miles de inmuebles a manera de “bienes de engorde”, cuya valorización será capturada a mediano plazo por los fondos financieros, mientras los propietarios reales y sus herederos asumen todos los costos y riesgos, incide negativamente en el bienestar de los hogares, que legítimamente deberían ser compensados con el valor real de sus bienes en el mercado inmobiliario, como también de la industria de la construcción que vería disminuido el volumen de potenciales compradores de nuevas viviendas, pero sobre todo, enfrentaría una disminución de la oferta de tierras, con el consiguiente encarecimiento de los precios del suelo.
Como efecto colateral, los barrios tradicionales quedarían estancados, sin posibilidades de mejoramiento o cambios de uso, sin siquiera la alternativa de ser adquiridos por los municipios para obras de infraestructura, puesto que todos, inmuebles y propietarios, estarían hipotecados hasta la última morada.
[i] Socióloga, Doctora en Sociología Jurídica, especialista en Políticas Públicas