Por: Alejandro Martínez A*

“La democracia es el gobierno de los débiles, de los frágiles, de los pequeños y de los últimos”, es una afirmación que puede producir escozor en unos, dudas en otros y, en muchos, una cadena de preguntas o sospechas. Sin embargo, para multitudes, esa frase expresa lo que el Espíritu de la Esperanza reconoce como una necesidad fundamental de nuestro tiempo. La esperanza (ese bien personal y social cada vez más escaso) se vuelve urgente en una época en la que la democracia se invoca como comodín retórico, mientras sus espacios reales para florecer parecen estrecharse.

Hablar de la democracia, dialogar con ella, escucharla y proyectar su visión es hoy una necesidad impostergable. En este horizonte, la Declaración Universal de los Derechos Humanos aparece como un hito: el momento en que la humanidad, horrorizada por la barbarie de las guerras mundiales, comprendió (al menos desde la lucidez momentánea de quienes la redactaron) la urgencia de consagrar los anhelos de paz, convivencia y cuidado mutuo de la especie. Aunque nació en Europa, con su inevitable eurocentrismo, su esencia trascendió ese origen. La apropiación que hicieron de ella los pueblos de los “Sures” la transformó en un lenguaje más universal, una herramienta para la paz y un escudo de los pueblos en sus luchas por libertad, igualdad y solidaridad.

La universalización de los derechos (y con ella de la democracia como ordenamiento justo basado en esos derechos) sigue una trayectoria particular. Hoy, atravesando el primer cuarto del siglo XXI, estamos en un punto decisivo. La humanidad escribirá la historia de este siglo como la del retroceso autoritario y la amenaza contra una democracia aún germinante, o como la del establecimiento definitivo de esta. Las democracias, en plural, se perfilan como forma fundamental de cuidado de los bienes comunes de la especie: el agua, el aire, la biodiversidad, la paz y el conocimiento. Lo que logremos escribir será, finalmente, el triunfo o el fracaso de la humanización: la comprensión de nuestra fragilidad interdependiente como fundamento de una vida habitable junto a otras especies, otros mundos y otras alteridades que conforman la Tierra, nuestra única casa conocida.

Esta humanización está atravesada por el poder, entendido como la capacidad de afectar a otros, a lo otro y a las personas no humanas. Cuando esta capacidad se organiza y concentra a escalas billonarias o microbillonarias, la democracia se convierte en mediador necesario: conjura el poder como abuso y potencia el poder como colaboración y bien común. En esencia, la democracia es la forma en que las personas enfrentamos colectivamente el abuso del poder. En esa relación, nos divide en tres subespecies: los detentadores del poder, quienes lo usan de forma abusiva y quienes sufren su abuso. La democracia es, simultáneamente, un asco, una comprensión y un destino.

Como asco, es la reacción visceral ante la injusticia. El nudo en el estómago frente a la corrupción, la violencia institucional o la impunidad. Es el rechazo físico ante la demagogia que vacía de sentido las palabras, ante el parlamentario que legisla para sí mismo o ante la maquinaria que convierte a ciudadanos en datos y a la naturaleza en un recurso explotable. Ese asco es termómetro moral y señal de alerta: la conciencia colectiva negándose a normalizar lo inaceptable.

Como comprensión, es el análisis lúcido de las estructuras de dominación. Es el desmontaje paciente de los mecanismos que perpetúan la desigualdad: leyes que favorecen a unos pocos, algoritmos sesgados, concentración de medios, herencias coloniales que aún moldean nuestras sociedades. Comprender la democracia es estudiar la anatomía del poder para poder desarmarlo. Es reconocer que no es un estado ideal, sino un proceso de ajustes constantes y contradicciones inevitables, donde incluso como forma de poder implica riesgos, pero también contiene en su interior las herramientas para su crítica y corrección.

Como destino, la democracia es una elección diaria: un acto de fe colectiva en nuestra capacidad de gobernarnos sin un déspota, un tirano o un leviatán. Es el compromiso con la idea de que la voz del más frágil debe pesar tanto como la del más fuerte en el ágora. Elegir la democracia es preferir la deliberación sobre la imposición, la slow food de la política frente a la fast food del autoritarismo. La democracia es un verbo, no un sustantivo; una construcción que se erosiona con la indiferencia y se fortalece con la participación.

Esta lectura, esperanzada y necesaria, reconoce una clave central: la fragilidad humana (y también la no humana) frente a nuestra descomunal capacidad de daño. Esa capacidad produce biocidios y ecocidios, guerras, exclusiones sistémicas y consumismo que devoran personas y la vida. La democracia es, en este paisaje, un ritual colectivo con potencial de conjurar la violencia estructural y multiescalar que hemos creado.

Pero su propia fragilidad reside en su maleabilidad. Su paradoja más corrosiva emerge cuando es usurpada por los mismos poderes violentos que debería domesticar. Pocas cosas resultan más absurdas o más dolorosas que ver la democracia reducida a instrumento del abuso. Ese secuestro (que usa sus formas y su lenguaje para blindar riquezas injustas y reproducir dominios) es el virus más devastador para su esencia.

Por ello, la democracia es el gran conjuro que hemos inventado para convertir la vulnerabilidad en fuerza. No es el gobierno de los débiles por incapacidad, sino el gobierno de los frágiles por comprensión. En un planeta finito, la única fuerza sostenible es el poder compartido. El lugar de los últimos es también un lugar de lucidez sobre el mundo y sus relaciones. Defender la democracia no se juega solo en las urnas: se juega en la resistencia a su vaciamiento y en la tarea de devolverla, una y otra vez, a su propósito original: ser escudo de los últimos y conjuro contra el abuso.

Somos nosotros (los débiles, los debilitados, los últimos) quienes estamos más interesados en defender la democracia, porque en ella vislumbramos el único vehículo posible para la habitabilidad humana y nuestra propia supervivencia. Seguimos buscando libertad, igualdad y fraternidad no por romanticismo, sino porque las necesitamos para no ser mancillados ni mancilladores

Al final, como me decía mi madre (ya herida por la enfermedad) todo se reduce a mantenernos juntos, cuidando el calor del hogar, de la familia y de la comunidad. Hoy comprendo que ese consejo, dado al borde de la despedida, contenía una verdad esencial. La democracia es ese calor de especie extendido a la política: el cuidado organizado de lo débil, lo perecedero y lo valioso. Es la sabiduría aprendida en la vulnerabilidad, convertida en cimiento sólido para un mundo habitable. Su lección final, tan frágil como la vida misma, resulta ser la más poderosa: solo cuidando el calor común podemos sobrevivir a todos los inviernos y a las debilidades que somos. Por eso, la democracia es el gobierno de los débiles.

*Ashoka Fellow, Aprendiz de Pedagogía de la Ternura-Pedagogía de la Posibilidad

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