El universo conceptual y crítico de las teorías decoloniales.

Las teorías decoloniales surgieron a mediados de los años noventa del siglo pasado en América Latina. Se empezaron a articular en universidades de Estados Unidos, gracias a los encuentros de pensadores como Walter Mignolo, Immanuel Wallerstein, Ramón Grosfoguel, Aníbal Quijano y Enrique Dussel. Posteriormente forman parte de estas teorías autores como Nelson Maldonado Torres, Edgardo Lander, Rita Segato, María Lugones, Catherine Walsh, Santiago Castro-Gómez. En estricto sentido son herederas, a su manera, de los Estudios subalternos de la India, cuyos máximos exponentes fueron Ranajit Guha y Dipesh Chakrabarty (Dube, 1999), y de los Estudios poscoloniales representados por autores como Gayatri Spivak (2010) o Eduard Said (2003).

En el caso de América Latina, las teorías decoloniales se dedicaron al análisis de las herencias coloniales dejadas por el colonialismo español y portugués desde el siglo XV. No se centraron en el colonialismo de otros países europeos en Asia o en África como si lo hicieron los estudios poscoloniales. Esto llevó a realizar una revisión y una crítica de la lectura habitual de la modernidad y de su relación con el imperialismo y el colonialismo. El punto de partida de estas teorías es que la modernidad surge en 1492, si bien algunos de sus elementos se venían constituyendo antes, tal como afirma Enrique Dussel (2007).

El sistema mundo moderno colonial

Sin embargo, 1492 representa el momento en que se empieza a formar lo que Wallerstein (2005) llama el sistema-mundo, es decir, en que islas como las Canarias, luego Centro América, Suramérica, y el resto del orbe, se articulan a Europa. Solo después del “descubrimiento” el mundo se convierte en uno, queda conectado de Oriente a Occidente y de Norte a Sur. De tal manera que se formaron periferias, semiperiferias alrededor de un centro, Europa. De ahí que la modernidad no es un producto intraeuropeo, sino que se constituye de manera mundial en interacción con la periferia. La modernidad es un producto, no un punto de partida; no es algo que se exporta a pueblos bárbaros, sino que se constituye en un intercambio cultural y económico con la periferia de Europa.

Desde este punto de vista, el imperialismo y el colonialismo son la cara oscura de la modernidad junto con todo el proceso de violencia que comporta. La modernidad no es solo un proyecto emancipatorio que libera al individuo de las ataduras feudales, sino que contiene también en su seno elementos violentos, deshumanizantes, que crearon nuevas formas de control y de dominio del ser humano y de la naturaleza. La modernidad no es algo homogéneo. Por eso, desde las teorías decoloniales algunos hacen énfasis en sus aspectos negativos, como Dussel (2007), Mignolo (2000) o Ramón Grosfoguel (2022), y otros resaltan su legado emancipatorio como el pensador colombiano Santiago Castro-Gómez (2019). Ahora bien, fue el colonialismo de Europa sobre la periferia, el aprovechamiento de sus riquezas, el oro y la plata, pero también el aprendizaje, el que le permitió convertirse en el centro del Sistema-mundo moderno colonial. Ese es el origen del eurocentrismo, esa ideología donde Europa o ciertos países europeos autoproclaman su superioridad como modelo civilizatorio. La ilustración del siglo XVIII es, entonces, la autoconciencia de la superioridad de la civilización europea sobre los bárbaros de la periferia (Gerbi, 1993).

La colonialidad del poder y el racismo

El sistema mundo se empieza a formar desde 1492 con el expansionismo de España, Portugal, luego de Inglaterra y Holanda, Francia, Bélgica, Alemania, etc. En este proceso, el racismo va a jugar un papel importante, pues la categoría de raza va a operar como un patrón que permite entender la geografía mundial del capitalismo y otras opresiones. El pensador peruano Anibal Quijano, tomando ciertas ideas del afrocaribeño Cédric Robinson sobre el capitalismo racial, creará la categoría de colonialidad del poder. El poder es una malla de relaciones sociales de explotación, dominio y disputa por el “1) el trabajo y sus productos; 2) en dependencia del anterior, la “naturaleza” y sus recursos de producción; 3) el sexo, sus productos y la reproducción de la especie; 4) la subjetividad y sus productos materiales e intersubjetivos, incluido el conocimiento; 5) la autoridad y sus instrumentos de coerción […] para asegurar la reproducción de ese patrón de relaciones sociales y regular sus cambios”. (Quijano, 2007).

 En la colonialidad del poder la raza opera como un patrón de poder que permite entender por qué los países del Norte acumularon capital y valor a costa de la periferia. Desde ese punto de vista, el hecho de que hoy los países ricos sean los del Norte y los pobres sean los del Sur, obedece a una herencia histórica donde la periferia racializada fue explotada e inferiorizada. Los habitantes de la periferia fueron racializados, los negros esclavizados, y los indígenas sometidos a servidumbre. También los mestizos tuvieron restricciones para acceder a ciertos cargos y vieron limitadas sus posibilidades de ascenso social. El negro no recibía salario, tampoco el indígena. Fueron los blancos los que recibieron salario y ocuparon un lugar de privilegio en la división social del trabajo. La raza, pues, fue un dispositivo que reprodujo la distancia social entre los privilegiados españoles y criollos, y las denominadas castas con mancha de la tierra: mestizos, zambos, mulatos, tercerones, cuarterones, etc. Entre más negro se era más negro porvenir se tenía, pues las posibilidades de movilidad y ascenso social quedaban obturadas por el color de la piel.    

 Pero un aspecto interesante de la colonialidad del poder es que no solo explica la apropiación del trabajo, sino que da cuenta también de la occidentalización del imaginario de la sociedad periférica. Esa occidentalización explica el exterminio de las cosmovisiones, mitos, religiones, creencias, culturas y formas de producir conocimiento de las tribus americanas. Al occidentalizar el ser del americano, se le implanta la idea al colonizado de que su cultura es inferior y de que debe adorar y aceptar la cultura superior del europeo. Es decir, la colonialidad del poder permite explicar la subalternización mental, el complejo de inferioridad o de “hijo de puta” (Pachón, 2023) introducido en la psique del colonizado, como ya decía Frantz Fanon, y el correlativo esnobismo y fetichismo por la cultura europea (Cf. Grosfoguel, 2022).     

El feminismo decolonial

Al interior de este concepto de colonialidad, la pensadora argentina María Lugones (2008) introducirá el concepto de “colonialidad de género” para indicar, contra Quijano, que este no puede inscribirse dentro del sexo, ni subsumirse dentro de la raza.  Por eso propondrá la categoría de interseccionalidad con la cual propone que “marcas como la raza, el sexo, la clase, el género” deben verse conectadas una con la otra, no pueden pensarse por separado. A su parecer, las categorías binarias siempre valoran más un término de la relación, excluyendo o invisibilizando al otro. En esas relaciones prima la marca más valorada. Por ejemplo, cuando se dice “mujer”, se entiende, principalmente, mujer blanca europea, dejando por fuera a negras e indígenas. También cuando se dice hombre negro se excluye al hombre negro homosexual, pues la categoría hombre remite a la heteronormatividad e invisibiliza otras marcas. Cuando se dice mujer negra también se excluye a la mujer negra lesbiana.

Con el colonialismo español se inventa a la mujer americana (tal como inventaron a la mujer africana de la tribu Yoruba) pues esta debe verse y ser como la mujer europea blanca cristiana. Mientras se las excluye, la prerrogativa civilizatoria le exige que alcance un estatus ontológico determinando. El catolicismo altera la familia y deforma o convierte en pecado otras prácticas sexuales diferentes, imponiendo su noción de familia patriarcal. De esta manera se alteraron los modelos de convivencia familiar indígenas.

También el colonialismo permite un pacto entre hombres colonizadores y colonizados donde, estos últimos a pesar de estar subordinados a los primeros, son sus cómplices en el dominio sobre las mujeres. A estas les fue expropiado el poder que tenían en los espacios públicos comunitarios. La colonialidad de género permite explicar el femigenocidio cometido a nivel global con la experiencia colonial europea.

Contra Lugones, la antropóloga argentina Rita Segato (2013) sostendrá que el patriarcado y el género no son invenciones modernas, sino que siempre han existido. De hecho, para ella existe una “pre-historia patriarcal de la humanidad” donde la lucha por la masculinidad como estatus ha sido constante a través de ritos, retos, luchas, etc. El patriarcado pertenece a la filogénesis misma, por esta razón ya existía en América antes del “descubrimiento”. A ese patriarcado ella lo llama “patriarcado de baja intensidad”, el cual se entronca (como diría la feminista boliviana Julieta Paredes) con el “patriarcado de alta intensidad” moderno. Con todo, Segato comparte con Lugones la idea del pacto entre hombres y de la expoliación del poder de la mujer en los espacios públicos: ellas son relegadas al espacio doméstico donde quedan más proclives e indefensas frente a la violencia de los hombres.

En esta misma línea, Brenny Mendoza (2023) ha hablado de la Colonialidad de la democracia, específicamente, de la democracia liberal, la cual, según ella, le permitió a Europa organizar sus sociedades, establecer instituciones y sistemas de derechos, que, al importarse a América Latina, genera destrucción de los lazos comunitarios e introduce parámetros distintos de organización de estas sociedades. Por ejemplo, el modelo de ciudadano moderno libre, autónomo y autosuficiente se basa en el hombre blanco que se ha beneficiado de la expoliación del tercer mundo, pero que excluye, con marcas de raza y género, a mujeres, mujeres negras e indígenas que no fueron consideradas ciudadanas en la era republicana, y que solo lograron una ciudadanía a medias en el siglo XX. Dice Mendoza: “la democracia liberal y el Estado-nación surgen de un pacto entre hombres del Norte de Europa (y más tarde mujeres europeas) que legitima jurídicamente el reparto de las tierras indígenas, la expropiación de la plusvalía laboral de los africanos y las mujeres esclavizadas […] la democracia liberal y la forma Estado-nación emana del hecho colonial y del binomio racismo/patriarcado. […] De ahí el carácter no democrático y colonial de la democracia liberal” (p. 250).

Rita Segato comparte algunas de estas ideas, pues va a hablar del Estado patriarcal moderno y sus efectos nocivos al introducirse en sociedades periféricas. El resultado, es la creación de ciertas patologías y conflictos, reformatización y desarticulación de los modos de vida del “mundo-aldea” con consecuencias nefastas posteriores que el mismo Estado colonial que las causó quiere solucionar.        

Colonialidad del saber y violencia epistémica

Por otro lado, a partir del Congreso Mundial de Sociología realizado en Montreal en el año 1998, apareció el libro La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales (2000), editado por Edgardo Lander. Allí, el énfasis está puesto sobre los efectos del eurocentrismo en las formas de saber y conocer periféricos, es decir, el tema apuntaba a lo que ya Orlando Fals Borda (1971) había llamado en los años setenta “colonialismo intelectual”. Lo interesante es que a partir de allí la categoría colonialidad del saber tomó fuerza dado su poder para explicar fenómenos como el fetichismo por el saber europeo, su filosofía, su historia (en desmedro de la nuestra como la advertía ya José Martí), su ciencia, y la subvaloración del saber de estas latitudes.

Esa colonialidad del saber que se impuso en el periodo colonial y se perpetuó en la vida republicana, tiene que ver con el exterminio de las formas de producción de conocimiento de los indígenas y los negros, o lo que Boaventura de Sousa Santos (2009) llama epistemicio; con la violencia epistémica impuesta sobre la periferia; con la asunción acrítica de filosofías para repetir y regurgitar en clases, con la colonización de la universidad y la emulación de modelos educativos, divisiones disciplinares, etc., en lugar de crear instituciones más acordes con la realidad de América Latina y sus necesidades. La Colonialidad del saber también alude a la pretensión universalista del saber occidental que presuntamente se pone en un “punto cero” objetivista, válido en todo tiempo y lugar, pero que invisibiliza su lugar particular de enunciación. Así justifica su supremacía epistémica sobre otras formas de producir conocimiento. Es lo que el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez llama “la hybris del punto cero” (2007).

Hay que tener en cuenta, como dice Walter Mignolo (2000), que las ciencias surgieron en países colonialistas como Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, y que hubo lenguas imperiales como el español, el portugués, el inglés, el alemán, etc., en que esas ciencias se difundieron por el orbe. Por eso, las ciencias sociales también han sido ciencias coloniales. Basta pensar en la historia, la etnografía, la antropología, la sociología y la filosofía, que han servido para categorizar a otros pueblos como primitivos, bárbaros, premodernos, incivilizados, menores de edad. Mientras la ciencia ofreció, ad intra, información valiosa para organizar el Estado-nación en Europa; ad extra, en la periferia, esas ciencias avalaron la inferiorización y explotación del Otro.

Por eso, como es bien sabido, y para poner solo un ejemplo, la antropología ha tenido una cara colonial, pues permitió reproducir el prejuicio del humano primitivo de la periferia colonizada. Igualmente, la idea de que solo es ciencia, saber y filosofía lo que produce Europa, y solo son mitos, creencias, relatos, saberes, supersticiones o tradición oral lo que se produce en la periferia, es producto también de ese colonialismo. Su permanencia después de doscientos años de independencia es lo que se llama colonialidad del saber, es decir, otra herencia colonial de larga duración que está inscrita en los ministerios de educación, la educación secundaria y universitaria, y, desde luego, en el sentido común. Esa colonialidad del saber reproduce la dependencia cultural, técnica y económica frente a Europa y Estados Unidos.  

La colonialidad del saber explica el colonialismo intelectual, la reverencia, la repetición y la imitación del saber foráneo, es lo que puede llamarse xenofilia teórica, la cual también se manifiesta como adscripción acrítica a las modas académicas, es decir, opera como un neolatrismo (Pachón, 2013). Concretamente, esa colonialidad del saber se encarna en los intelectuales colonizados. Como decía el pensador colombiano Darío Botero Uribe (1997):

Los Intelectuales latinoamericanos son colonizados por su propia voluntad, se sienten herederos de una realidad que no es la suya, aman una cultura que no viven; su existencia se desenvuelve en la dispersión de su propio ser enajenado; se reconocen en un mundo que los niega y niegan el mundo que podría afirmarlos. (pp. 26-27).

La Colonialidad del ser y la vida dañada del periférico

Finalmente, las teorías decoloniales acuñaron la categoría de colonialidad del ser. En efecto, Nelson Maldonado-Torres (2007), intelectual puertorriqueño, siguiendo la idea de Dussel de que el centro, Europa y Estados Unidos, representan el ser, y de que la periferia es el no-ser, creo el concepto para dar cuenta de por qué a los americanos se les puede negar hasta la humanidad o dudar de ella, tal como ocurrió en los debates del siglo XVI en torno a si los indios tenían alma o a si los negros eran una especie intermedia entre el mono y el hombre. La colonialidad del ser es una síntesis de las dos colonialidades anteriores; se presenta cuando los cuerpos racializados han interiorizado el desprecio, el daño psíquico, la inferiorización, la explotación, la inhumanidad que les ha impuesto el colonizador o sus sucedáneos blancos.

La colonialidad del ser da cuenta de la vida dañada de millones de personas que sobreviven en el mundo con menos de un dólar al día; da cuenta de los condenados de la tierra, de aquellos que son vistos como desechables por el ecofacismo actual; la colonialidad del ser se hace patente en todos aquellos despreciados, en esas personas que se tornan superfluas para el orden social y la civilización. La colonialidad del ser está inscrita en los cuerpos, en la afectividad de los miserables, de aquellos que se pueden extinguir utilizando la guerra como fungicida contra los indeseables.   

Hay que tener en cuenta que las tres colonialidades en realidad pertenecen a una misma matriz genética, pues como vimos, la colonialidad del poder implica de suyo la colonialidad del saber, y cuando estas dos se inscriben en la corporalidad viviente, se somatizan, generan la colonialidad del ser. Estas colonialidades se originaron con el colonialismo, pero permanecen como “herencias coloniales de larga duración” (Pachón, 2023) tras los procesos formales de independencia jurídico-política. La colonialidad sobrevive, entonces, al colonialismo y al imperialismo y continúa produciendo efectos hasta hoy. Es en así en el racismo y en el clasismo que aflora en la vida cotidiana, pero también en las distintas formas de dependencia y en las maneras del trabajo académico que se reproducen en América Latina.

Así, las teorías decoloniales han llegado a un dictamen crítico de la modernidad, el capitalismo y el eurocentrismo, crítica que se recoge bien en la denominación de sistema-mundo   moderno/colonial/capitalista/euronordocentrico/cristianocentrado/racista/clasista/ patriarcal/ logocéntrico/epistemicida y ecocida. Aquí están resumidos muchos de los patrones de poder que de manera interseccional se ejercen sobre las sociedades periféricas, pero también en el Sur dentro del Norte, en los inmigrantes que van a las metrópolis buscando mejor futuro. Estas son las opresiones múltiples que padecen los sujetos, los condenados de la tierra, o de aquéllos que han sido convertidos en “superfluos” y que pasan a formar parte de la “sociedad de los moribundos”, para decirlo con Hannah Arendt (2021, p. 153). 

En el horizonte queda por construir un futuro que Enrique Dussel (y que algunos intelectuales que una vez participaron en la Red Modernidad/Colonialidad) llama “Transmodernidad” (2020). Esta es una nueva edad del mundo, intercultural, con dialogo de saberes, donde se puede coexistir si se comparten las semejanzas y se respetan las distinciones culturales. Es un pluriverso (no un uni-verso) civilizacional más allá de la modernidad (aunque tomando algunos de sus elementos emancipatorios), no eurocéntrico y posoccidentalista. Esta nueva civilización puede tardar siglos en construirse, pero está en camino gracias a la inevitable interacción cultural del mundo, migraciones, contactos, etc. Para otros, como Castro-Gómez, este proyecto de Dussel es escatológico y debe verse, más bien, como un proyecto político producto de la universalización de intereses comunes.

¿Hacia una filosofía decolonial?

Una de las discusiones en torno a la llamada primera Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Marcuse, Fromm, Benjamin) era si sus propuestas teóricas eran estrictamente filosóficas. Es decir, lo que se debatía era si sus aportes no eran, más bien, sociología, política o psicoanálisis. Sin embargo, a pesar de trabajar interdisciplinarmente, la filosofía mantuvo un puesto central en sus reflexiones (Horkheimer, 2015). La filosofía bebía de los otros aportes y contribuía a la confección categorial, a la construcción de una lente epistémica que permitiera esclarecer y leer el mundo en crisis que les tocó vivir. En este sentido, dado que el decolonialismo bebe o es producto de los aportes de muchas disciplinas, puede pensarse en una filosofía decolonial.

Si el papel de la filosofía es crear conceptos, también disputarlos, resemantizarlos, criticar los existentes, etc., es posible concebir este pensamiento como una filosofía. En efecto, si bien las críticas al colonialismo y la Colonialidad, al racismo, al imperialismo, han sido habituales en el pensamiento latinoamericano, por ejemplo, en la obra de hombres como José Martí, Manuel González Prada, Pablo González Casanova, Fernando González, entre muchos otros y otras, hoy ya existe una matriz epistémica, un orden conceptual, un conjunto de categorías que permiten leer críticamente la historia colonial de los últimos 500 años y sus efectos en el presente. Estas categorías son sistema mundo moderno colonial, herida colonial, concepción mundial de la modernidad, Colonialidad del poder, Colonialidad de género, interseccionalidad, colonialidad del saber, epistemicidio, violencia epistémica, Colonialidad del ser, patriarcado de alta y baja intensidad, desobediencia epistémica, hybris del punto cero, transmodernidad, herencias coloniales de larga duración, entre otros. Ese orden conceptual, crítico, autocrítico, que vuelve sobre sí y se revalúa, que explora constantemente otros temas y perspectivas, puede concebirse como un constructo filosófico.  

Si la teoría crítica de Frankfurt o la filosofía de la liberación de Dussel se han alimentado de otras disciplinas para su confección, ¿por qué negarle este estatus a una posible filosofía decolonial? Esta sería, por lo pronto, una filosofía contaminada, posfundacionalista, sin autor de cabecera o padre, que intenta escapar a las visiones tradicionales y que se alimenta constantemente de nuevos horizontes filosóficos. Desde luego, esta es una idea provisional que debe seguir explorándose.

Referencias

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Castro-Gómez, Santiago. (2007). La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Universidad Javeriana.  

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