Pero yo no era el único que sufría, la mayoría iban con lo justo también. Recuerdo con nitidez los gestos de dolor de un hombre, que se sostenía en una de las mesas, en un punto de hidratación. Una ráfaga de calambres, habían paralizado su pierna derecha.
La gente que salió a animarnos, decía con tanta facilidad “faltan dos kilómetros”, palabras que me taladraban emocionalmente. Hacía mucho tiempo, no sufría tanto en, apenas, dos mil metros. Un infierno.
“Un kilómetro, sólo falta un kilómetro”, y fue el kilómetro más eterno de mi vida. Pero siempre encontré la voluntad para no parar. Estoy seguro que si tenía cuentas pendientes por pagar con la vida, en ese momento adelanté una buena cuota.
¿De dónde sale esa voluntad? Tal vez, es la experiencia en el manejo de umbrales de dolor de exigencia, vividos intensamente en el ciclismo. El orgullo. La vanidad. El honor. Lo bueno y lo malo. “Me sacan muerto”, pensé, cuando me moría a cada paso.
Pasé la meta “escuchando borroso”, como dice una amiga, con el cuerpo magullado y lleno de sal. Por eso decía, que es el evento que más he disfrutado, porque sobrevivir a una crisis, es siempre una victoria.
Mientras tanto, el marroquí, Omar Chitachen, muy seguramente ya estaba de viaje a África, pues se había impuesto con un tiempo 1:03:51. Tal vez, compartiría la misma sección en el avión con la etíope Daisy Kimeli, ganadora entre las mujeres con un registro de 1:15:13.
Al final, cumplí mis objetivos trazados, a pesar del cambio de mi estrategia, arrastrado por esa avalancha de corredores. Logré un registro personal, que me tomará un tiempo superarlo: una hora y 47 minutos, puesto 1790 en la clasificación general y posición 469, en mi categoría de veteranos.
De regreso a casa, el taxista se burló de mi crónica y lo único que acerté en replicarle, con el buen humor que había quedado, fue “pagué por sufrir y fui muy feliz”.