La Franja De Gaso

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Las 8000 muertes de Horacio Serpa

En Santander, tal vez por la abulia del confinamiento, les ha dado por matar a Horacio Serpa cada dos fines de semana. Atrapada en las mil telarañas de las redes sociales, la noticia falsa se repite cada tanto y mientras unos se apiadan de su alma y otros celebran impúdicamente el hecho, el viejo dirigente publica un patético desmentido, indicando con desdén que aún respira a su antojo, aunque hay gente que reserva cierta suspicacia porque sabe que los políticos son expertos en dárselas de vivos.

Pero Serpa no tenía que andar haciéndose el vivo en los 80 cuando reinaba en el Magdalena Medio, que es medio Santander. Ganaba las elecciones que se le antojaba, acumulaba a bocados sus amigos y a puñados sus enemigos y ejercía la jefatura de su personal movimiento político como lo hacen todos los dirigentes democráticos en los suyos: como un sátrapa auténtico. En ese tiempo, y algunos años después, Horacio Serpa fue un luchador cojonudo que se paseó por los tres poderes con éxito relativo y una ironía colosal, la de ser el gran elector liberal para los demás y el mayor fracaso del siglo 20 cuando actuó en su propia causa.

Por aquellos años, Horacio Serpa era la esperanza de su región y de su partido, enviciado entonces a las sensaciones orgásmicas del poder; se batía con la mafia desde el sillón del procurador o presidía la Constituyente con presencia y solvencia. Pero luego vinieron sus muertes políticas sucesivas: en 1998, cuando andaba en busca del asiento que por cuatro años Ernesto Samper le había calentado (y bastante), Horacio Serpa logró enlazar a todos los gamonales posibles con el trapo rojo, pero a pesar de su oratoria encendida y su vibrato arrebatado, se llevó a su partido al abismo: de los 5 millones 600 mil votos con que fue derrotado ese año, pasó en 2002 a 3 millones 500 mil y en 2006 sólo llegó a un millón y medio. Cuatro millones de votos menos en solo dos elecciones: un desastre concluyente. Hoy, el glorioso partido liberal deambula su síndrome de abstinencia burocrática, raído y desorientado con simples 400 mil votos en el bolsillo, que apenas alcanzan para que el presidente del partido arañe un par de puestos para su mujer y su hijo.

Sin su traje de superhéroe, traicionado por los manzanillos que tanto defendió, escarnecido física y moralmente, Serpa se refugió en su tierra y trabajó con notoria displicencia una candidatura -por primera vez triunfante- a la gobernación de Santander, como pírrico premio de consolación a su orgullo herido de muerte y a una carrera que tuvo futuro hasta cuando se enredó con la plata sucia que entró a la campaña en la que Samper y él eran jefes omnímodos. La gobernación de Serpa fue egocéntrica y lacónica; solo fue un paréntesis vacío en medio de la negra historia de gobernadores populares que ha tenido su departamento.

Dos santandereanos pudieron ser presidentes en los últimos años, Luis Carlos Galán, que luchó por el país contra la corrupción y las mafias, pero lo mataron a tiros, y Horacio Serpa, que luchó por su presidencia rodeado de la corrupción y las mafias del clientelismo. Por eso allá, en su tierra, al primero lo recuerdan con admiración y al segundo solo lo mencionan para calumniarlo con su propia muerte.

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