¿Seré yo el hundido de mi generación, 
el que no mentiría por obtener el oro?

Los nadaístas siguen muriendo como si nada, como si fueran mortales, o, más bien: los nadaístas siguen muriendo como si nada, con lo que demostraron que eran mortales, que sus vidas se arrastraban por el suelo impuro de este mundo, que su peso no era leve (ni angélico, ni diabólico), que su carne era espesa, como sus huesos y como esos versos punzocortantes con los que destazaban venerables vacas sagradas en los predios yermos del arte y la política del medio siglo pasado, pero esos mismos predios fueron luego el refugio a donde llegaron ellos mismos a pastar poesías empolvadas y a explayar sus delirios egocéntricos. 

Si se hubieran mantenido fieles a sus juramentos sacrílegos, los nadaístas no estarían muriendo como si nada, sino que se estarían muriendo como si todo, o, mejor dicho, se hubieran muerto de humana muerte poeticoheróica, como dariolemos, quien en los cerros que acechan a Medellín se pudrió de poesía y marihuana, echado a su suerte como un dado lanzado por el Gran Tahúr del Universo y por sus compañeros que se quedaron mustios, viéndolo ascender a los cielos satánicos del nadaísmo auténtico, a donde llegó solo y donde ahora, feliz, yace dichosamente exhausto a la siniestra de una pitonisa voluptuosa y a la diestra de una bruja metafísica.

Ah, dariolemos, su vida fue un panfleto al que le huyeron, despavoridos, los antioqueños, sobre todo los más resentidos, los más rezanderos; después de Fernando González, gonzaloarango, y después de gonzalo, dariolemos: 

Mi alma no soporta los lugares. 
El paisaje es bello, 
pero una cortina interna me ciega 
y hace mi piel mil veces más pesada. 
¿Seré yo el hundido de mi generación, 
el que no mentiría por obtener el oro? 
¡Ah! Yo mentiría por el oro
para poder regresar
y ver el paisaje
y quedarme dormido
sobre esos dos cuerpos.
¡Soledad, refréscame!

Pero los nadaístas de hoy se mueren como si nada: simplemente dejan de respirar porque se asfixian en los vapores pegachentos de sus versos postreros, que llenaron de alcanfor para alcanzar, al menos, a ver su eterna finitud de poetas mal avenidos, acosados por los años y la godarria que se les filtró por las costuras del sombrero aguadeño y del alma. Los nadaístas de hoy se mueren en silencio. Despojados de rebeldía, han estado diluyéndose sin decir una palabra. gonzaloarango, en cambio, se murió de golpe y armó un escándalo. Mientras dariolemos lo hizo desgarrándose a versos, gonzaloarango se machacó contra el mundo, para liberarse sin preavisos, sin degradaciones, sin sutilezas y sin grandilocuencias desabridas. 

gonzaloarango se murió de verdad, no pereció, no partió, no nos dejó, no se fue al cielo de los poetas, no se deshizo en un retruécano pueril, no: gonzaloarango se mató por las malas, a lo perro, sin ni siquiera él mismo saberlo y tal vez por no saber que desencarnaba, debe estar en otra dimensión espantando a otros con sus versos nadaístas, evangelizando con la sagrada escritura del no ser para ser, para respirar, para existir, para alcanzar la eternidad mientras se muere de golpe, de totazo, sin esperar la muerte lenta de los años que pasan y pasan y dan tiempo para dejar de ser nadaísta, escondido en un closet pequeñoburgués, avergonzados del verso carnal, del desenfreno de amor y de la mula de Ramón.

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