La Franja De Gaso

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De patas y manos

Que un hombre estornude en un lugar del planeta, y la economía y la humanidad mueran de pavor y neumonía, es un hecho fatal, retorcido, macabro, pero es simplemente la materialización de nuestro delirio suicida, una muestra grotesca de nuestra decrepitud como especie, una evidencia incontrovertible de nuestra condición de asesinos seriales de la naturaleza.

El enemigo imperceptible que hoy nos apunta al pulmón y que tiene el poder de una bomba de neutrones siderales, nos condenó al destierro social en las entrañas entrañables de nuestros propios hogares, desde donde nos dedicamos a hurgar hasta la última noticia para anticipar el olor de la muerte ajena, mientras rumiamos el espanto propio. Lo curioso es que el bicho nos espante de esta manera, si en Colombia conocemos tanto de epidemias mortales: la del odio, la de la mafia, la de la corrupción, la de la mentira, la del fanatismo, la de la censura, la del caudillismo, todas ellas con miles de muertos a las costillas (o río abajo). Todas ellas engendradas en los lupanares de la codicia.

Por eso, en estos días históricos e histéricos necesitamos tanto a los poetas como a los médicos; estos para salvarnos el cuerpo y aquellos para parirnos un espíritu nuevo, para amputarnos esta alma de hoy, narcisa, mezquina, arribista, alelada, esta alma desalmada. Llevamos siglos degradando a la madre naturaleza. Como una chusma enajenada de estupidez y monedas arrasamos con todo lo que estaba disponible. En nombre de la industrialización y el progreso, nos regodeamos en egolatría y pendencias y devoramos sin límite placeres y miserias.

Hoy pagamos el precio de nuestra estulticia y no sabemos qué hacer para salvarnos de esta amenaza invisible y colosal que en cualquier momento nos puede devorar, y entonces rogamos a dios que nos perdone, a un doctor que nos salve, o a un poeta para que pronuncie una homilía herética que nos rescate de esto en lo que nos convertimos: un amasijo de culpa y nervios, un despojo de orgullo y complejos. Necesitamos perder la fe para reivindicar la esperanza como un derecho del espíritu y recobrar la capacidad de resucitar cada mañana, después de morir al borde la cama, en el intento eterno de dormir para espantar la pesadilla diaria.

El microscópico archienemigo nos enseñó, con su letalidad despiadada, que el hombre es solo apariencia y vanidad, que sus obras colosales son solo veleidades, que su poderoso trono de rey de la creación cae en un instante, ante el soplido inaudible de un microbio. Ya entendimos que no tenemos remedio, y por eso nos metemos en el último rincón del pavor para que no nos descabece una guadaña.

Estamos en una mediatinta existencial, entre la reclusión y la muerte, entre el terror justificado y la esperanza arbitraria, entre no ser y dejar de ser. Estamos queriendo huir, sin tener a dónde ir. Estamos odiando este mundo desahuciado y aferrados a él de patas y manos.

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