La conspiración del olvido

Publicado el Ramón García Piment

La rebelión de las masas (Por Carlos Julio Hoyos)

Nos complace traer a nuestra columna, la opinión del escritor, abogado e ingeniero Carlos Julio Hoyos, quien nos induce con su escrito a un análisis que nos lleva desde varios eventos históricos a la reflexión sobre las tendencias que atraen en ocasiones a los jóvenes a seguir a líderes sin propósito, de esta forma, conspiramos contra el olvido.

 

Desde el punto de vista social, el concepto de masa puede considerarse relativamente nuevo, aun cuando la historia haya dado cuenta de aglomeraciones populares que reclamaron derechos en diferentes épocas, como la huida de los hebreos de las garras de Ramsés II, las masas de Espartaco en contra de Roma, los levantamientos cristianos, también en contra de Roma, y no más de dos que hayan producido verdadero impacto en la humanidad.

Una masa es un ente acéfalo, un conglomerado de mentes decepcionadas que debido a su excitación, inconscientemente abandonan su componente racional individual para regirse exclusivamente por sus impulsos.

Por ser acéfala carece de reglas. Cada mente que la conforma es una neurona entre millones, a la espera de un estímulo cualquiera que le indique a dónde moverse y qué acciones tomar. Y es por esta razón que, una vez en movimiento, no hay forma de negociar con ella, ni forma de hacerla entrar en razón, porque no la tiene. La dopamina entre sus partes es seguir el comportamiento de su par más próximo. Y eso es lo que la hace peligrosa, lo que la convierte en monstruo y no en un conjunto de humanos, porque un conjunto de humanos es una asamblea, un coloquio o una fiesta, pero un conjunto de hombres excitados son una masa homogénea sin cerebro propio que se convierte en una estampida de bestias que arrasa todo sin conciencia, un tsunami, un alud, una tormenta de nieve, un fenómeno natural que siempre tiene un mismo origen: la presión.

Cada día que pasa se ha venido notando una especie de falta de individualidad en el comportamiento de las personas, quizá por una especie de temor a equivocarse al actuar o al hablar, o simplemente a ser criticados o matoneados por quienes consideran que es socialmente imperativo parecerse a los demás. Esto en la vida cotidiana. Y en la vida política el reflejo es idéntico. Ya no hay intelectuales sino grupos de políticos insustanciales, carentes de ideas individuales, sin sello cultural que los identifique como dignos representantes del resto de la población. Todo mimetizado en un supuesto respeto a la democracia, pero que en el fondo no es más que el reflejo del temor a ser señalados por otros.

Durante la década de los años veinte, en el siglo pasado, se produjo en Europa un fenómeno social que daría mucho de qué hablar, tal vez porque después de tanto encierro y sufrimiento, producto de la guerra, hombres y mujeres jóvenes se lanzaron a las calles en busca de quién sabe qué, pero salieron. Y lo hicieron de tal forma que pareciera que hubieran sido invitados o convidados por una voz superior que les pedía que había llegado la hora de hablar, de opinar, de escuchar, pero menos de obedecer, porque, al fin y al cabo, por esta última razón, estaban sufriendo semejante desarraigo social.

La Primera Guerra Mundial o La Gran Guerra, como fue llamada debido a que hasta entonces no había ocurrido otra de semejantes proporciones, o al menos con la participación de tantos países, incluyendo a algunos de ultramar como Estados Unidos y Canadá, había dejado en el camino a casi toda una generación de jóvenes que fueron arrastrados a ella, motivados por ideales puramente nacionalistas, sin causas justas aparentes, más allá que las de afianzar poderes o las de tomar posiciones políticas estratégicas, que en manera alguna merecían el sacrificio de toda una generación de jóvenes, sólo por alimentar causas fútiles.

Y aun cuando esos movimientos sociales no fueron consensuados, sí lo fueron al unísono (a pesar de que no existían redes sociales), pues en casi todos los países de Europa el fenómeno fue masivo.

Por ejemplo en Alemania, los pocos hombres y mujeres que se salvaron de morir en la guerra, salieron a las calles a hacerse parte de «algo», o a pertenecer a «algo», o a escuchar a alguien o a ser escuchados por alguien, lo que traería consecuencias funestas, pues surgieron varios líderes espontáneos con deseos de protagonizar y sobresalir, como respuesta a tanta limitación y encierro. Surgieron Rosa Luxembourg y Karl Liebknecht liderando el partido político de izquierda llamado Liga Espartaquista que luego de haber intentado un golpe armado para hacerse al poder, aprovechando el desorden social y político de la época, más duró sentado en él que en ser derrotado, y sus dos líderes cruelmente asesinados. Tragedia que rápidamente se vio opacada con la aparición de un nuevo líder que interpretó el querer de esas nuevas generaciones de jóvenes desconcertadas, ofreciéndoles el resurgimiento de una Alemania pisoteada y vendida  por los judíos  a las potencias europeas (según su propia cosmovisión). Discurso que calaría en esa debilitada juventud que sólo pensaba en ser parte de «algo» y seguir a «alguien», aunque ese alguien los retornara de nuevo al infierno de donde estaban tratando de salir.

Al mismo tiempo en Francia, grupos de jóvenes maltrechos por la guerra ocupaban las calles, los parques y los «Bistrots» de Paris, tratando de mostrar una alegría que se desvanecía apenas cerraban a sus espaldas las puertas de sus casas cuando regresaban ebrios a la media noche.

Chicos que, a diferencia de los jóvenes alemanes, no pensaban mucho en política como aquéllos, porque al fin y al cabo habían ganado la guerra, pero al más alto de los precios.

Miles de historias tristes contadas en diarios personales y por historiadores, pero ningunas como las narradas por la pluma de Hemingway en «El sol vuelve a brillar», en donde se conjuga la libertad física de los jóvenes con la prisión interna de sus mentes y sus esperanzas e ilusiones.

Y en Inglaterra pasó todo y nada, porque no hubo chicos que celebraran la victoria, debido a que casi toda la generación de jóvenes perdió su vida en la guerra. Otros pírricos vencedores como los franceses.

De este fenómeno social hubo una muy sui géneris interpretación de José Ortega y Gasset, filósofo y escritor madrileño que en 1929, ad portas de la Gran Depresión, describió en su clásico «La Rebelión de las Masas», esa explosión de jóvenes que, luego de la guerra, y de manera espontánea, se tomaron las calles de las grandes capitales europeas, no en modo revolución como pudiera creerse, sino en modo libertad, como efectivamente sucedió. Salvo que esa libertad fue tan efímera y particular para cada país, que no les dio tiempo de reacción para realizar sus sueños, debido a que mientras huían de una guerra, lo hacían en dirección del acantilado de otra mucho más cruenta que les esperaba.

A esa explosión de jóvenes, Ortega y Gasset la llamó «masa» y «hombre-masa», por la forma como se desbocaron en grupos a ocupar las calles de sus ciudades. Ocupación que no sólo se dio desde el ámbito sociológico, sino intelectual, pues muchos de esos chicos, seguramente hastiados de ser dirigidos, o mal dirigidos, optaron por intentar participar en la política y por ingresar en algunos círculos sociales e intelectuales antes vedados para ellos.

Interpreto, entonces, que la manera como sucedió ese fenómeno no fue otra cosa que el instinto natural de cada joven por hacerse notar y hacerle ver a sus antiguos rectores que debajo de esa vieja sociedad política e intelectual reposaba todo un potencial de nuevos dirigentes con deseos de participar de manera activa de los asuntos del Estado. Potencial que ya no sólo provenía de las clases burguesas sino de todos los estadios de la sociedad. Fenómeno que provocó la aparición de Hitler y su séquito. Todos ellos, hombres jóvenes y sin abolengo, empoderados y convencidos de su capacidad de hacer resurgir y manejar a su abyecta nación… Y como siempre, el resto es historia.

Las consecuencias del fenómeno se dieron gracias a la debilidad de las mentes de esas juventudes desbordadas y lanzadas a las calles, que salieron en busca de algo que no sabían qué era exactamente, y que constituyó el punto débil por el que fue tan fácil seducirlas.

Aunque sabemos que en estos momentos no hay una guerra en el mundo que permita siquiera presagiar que pueda repetirse un fenómeno social como el surgido en el período de entreguerras, no cabe duda de que sí se está formando una nueva generación de jóvenes vulnerables y altamente susceptibles a ser manipulados a través de la web por unas nuevas fuerzas, quizás, por unos  poderes supranacionales, en contienda en la que están tratando de hacerse al control del planeta entero por medio de la manipulación de esas masas de jóvenes desorientadas y con deficiente o nula formación ética, a la espera de instrucciones de algo que les lleve a un nuevo camino de salvación, en donde ellos sean tenidos en cuenta y considerados como importantes en el concierto del progreso de la humanidad. Promesas que, como siempre, serán oropel.

Estamos en frente de una segunda «generación perdida», como se le llamó a aquella surgida del período de entreguerras, gracias a estos encierros, provocados o no, que está sintiendo hoy la humanidad. Pero como los tiempos son distintos y las mentes de los jóvenes también, seguramente las consecuencias lo serán, posiblemente más funestas.

Me hiela la sangre el solo hecho de pensar lo que pueda estar cocinándose en las mentes de esas juventudes silenciosas, enclaustradas en sus habitaciones, pegadas a sus pequeñas pantallas, a la espera de «instrucciones» de cualquier mente oscura que decida que llegó la hora de una segunda «rebelión de las masas».

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