LA PASIÓN DE ESTELLA
Por Ramon Garcia Piment y Claudia Patricia Romero
El mejor legado que se puede tener de una persona es el de poder trasmitir a futuras generaciones y a las propias, no solo la información, ni el conocimiento sino la pasión por el desarrollo e inventiva humana, que se traduce en cultura. Los mecanismos para trasmitir la pasión a generaciones no conocidas ha sido siempre una tarea muy difícil, pues requiere muchos artilugios que permitan apreciar las consideraciones, separar las confidencias, remover los recuerdos, y tener un criterio claro, completo y libre de ruidos, el cual une el futuro con el pasado, en pensamiento, palabras, idiomas, invenciones e interpretaciones.
Estella Restrepo Zea logró llevar en muchas ocasiones estas interpretaciones del pasado a nuestro presente y del presente al futuro lejano. Sus estudios, carácter, propósitos y formación permitieron crear un mecanismo capaz de comunicar la ciencia, la tecnología, la política y el arte de los siglos XVIII y XIX en sus investigaciones que perpetuaron sus hallazgos, sacándolos de un letargo temporal a una perseverancia así como las flores en primavera que son muchas, pero pocas las que hacen fruto.
Es así como se desarrolla este ingenioso proceso de trasmisión intergeneracional de memoria: Estella nos llevó a un viaje histórico que inició en 1796 en Múnich, en donde nos encontramos con Aloys Senefelder, un dramaturgo y músico checo que no tenía mucha fama en sus actuaciones, por lo que el destino le llevó a incursionar en la escritura del arte dramático con su obra Mathilde von Altenstein, obra a la que no logró conseguirle un editor, por lo que decidió realizar una serie de ensayos a fin de poder replicar las publicaciones a través de una estampación de una matriz, que resultara como un método barato de impresión para difundir sus obras de teatro. En medio de su experimentación, escribió la lista de la ropa que llevaría a la lavandería en una piedra lisa con una crayola, es así como encontró la técnica que se denominará en adelante como litografía, considerada uno de los inventos tecnológicos más revolucionarios de la época, cuya fama no dimensionó Senefelder.
Por la misma época, en 1780 en la Universidad de Siena (Italia), El profesor de medicina Paolo Mascagni estaba encontrando los primeros resultados de sus investigaciones sobre el sistema linfático humano, que lo llevó a poder documentar y describir más de la mitad de los elementos anatómicos linfáticos que conocemos hoy en día. Sus hallazgos los realizaba a través de la disección de muchos cadáveres en condiciones consideradas peligrosas e imprudentes, acompañado por un nutrido grupo de dibujantes que plasmaban con una excelencia artística, fruto de la herencia del exquisito renacimiento. Sus descubrimientos quedaron plasmados inicialmente en la publicación: Vassorum lymphaticorum corporis humani Historia et iconographia, y posteriormente en la Anatomía Universia (publicada post mortem), que lo consagraron como uno de los más notables anatomistas de todos los tiempos.
Las dificultades de reproducción de sus dibujos, dada su meticulosa definición y detalle, llevó a los sucesores del legado de Mascagni: Bernardo y Aurelio, a conformar una sociedad anónima para la publicación póstuma de sus obras, lo que los llevó a contratar como curador y editor al médico Francesco Antommarchi, quien en ese momento estaba siendo recomendado por el Cardenal Joseph Fesch, para ser el medico de Napoleón Bonaparte, siendo así, en la isla de Santa Elena, desde 1818, donde permaneció el emperador preso luego de su derrota imperial en la batalla de Waterloo.
En ese pequeño y árido islote africano estaban confinados Bonaparte y Antommarchi, quienes conjugaron los dibujos inéditos de la anatomía de Mascagni con la novedosa tecnología de la litografía, cuya idea había sido traída por uno de los visitantes al depuesto emperador: El General Louis François Lejeune, quien estaba fascinado por la litografía luego de conocer los talleres de Senefelder durante la campaña alemana de las guerras napoleónicas de 1808. Es así como se confabulan el arte con la innovación técnica, y éstas a su vez con las invenciones médicas y el poderío político en una obra majestuosa titulada Planches anatomiques du corps humain executées d´aprés les dimensions naturelles accompagnées d´un texte explicatif, par F. Antommarchi, publicada en París en 1826; cuya edición fue dedicada a Napoleón.
Las 83 láminas anatómicas del Cuerpo humano de tamaño real que componen la obra, gozan de una precisión y detalle único para la época y para nuestros días. Litografiadas con especial cuidado, nos llevan a un estudio detallado de cada una de las capas que van desde los músculos del cuerpo hasta el esqueleto, dejando una increíble expresividad de los modelos que semejan estar vivos en medio de una naturaleza vegetal reducida a fin de mostrar la grandeza de las proporciones antropomórficas como un canon divino. Tal magnificencia plasmada en el proyecto de las litografías representó para Napoleón su descanso y refugio cuando los guardias presionaban fuertemente su alma. Más de una vez el pasatiempo y alivio que redujo el peso de las horas de Napoleón, quien “amaba estudiar el hombre físico y compenetrarse con el hombre moral”, según lo describió el mismo Antommarchi en su diario.
Al morir Napoleón en 1821, parte Francesco Antommarchi a tierras americanas, atracando su barco en Brasil, en Colombia, en México y finalmente en Cuba hacia 1838. El médico encuentra en Santiago de Cuba un lugar de remanso a su duro vivir, allí, en compañía de su primo: Antonio Benjamín Antommarchi, un hacendado cafetero radicado en Cuba y su hermano menor José María Antommarchi, quien estaba casado con la cucuteña Victoria García– Herreros y Santander, con quien tuvo once hijos.
Francesco se dedicó al estudio de la fiebre amarilla y trabajó intensamente por combatirla. También llevó a cabo, en la hija del Marqués de Moya, Gobernador de Cuba, la primera operación de cataratas que se hacía en la isla, logrando el más completo éxito, lo que desembocó en la fundación del hospital para que pudieran beneficiarse de sus servicios los muchos pacientes que sufrían de los ojos, encomendando para su dirección a Francesco Antommarchi. En Cuba se había declarado una epidemia de fiebre amarilla que contrajo Francesco quien murió a causa de esta enfermedad el 3 de abril de 1838. Luego de su deceso, su hermano José María viaja a Venezuela donde se establece hasta su muerte. Su viuda, Victoria García – Herreros decide regresar a San José de Cúcuta (Colombia) acompañada de las pertenencias y legado de su esposo y de su cuñado. Luego de establecerse en la ciudad fronteriza, su hija Hortensia se casa con José Vásquez Duran.
Ya en Bogotá, José y Hortensia conciben a Ana Francisca Vásquez Antommarchi, quien años después se casaría con Juan Manuel Carrasquilla Hernández, hijo del afamado médico y filósofo Juan de Dios Carrasquilla Lema, egresado del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y del San Bartolomé, conocido por haber sido el primer jefe del Departamento Nacional de Agricultura que años después se convertiría en el Instituto Nacional de Agricultura; miembro de la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales, con numerosos estudios sobre paludismo y lepra; Profesor de medicina de la Universidad Nacional de Colombia; Creador del Instituto Carrasquilla, para el estudio de la lepra y otras enfermedades infecciosas, instituyendo allí, un suero llamado leprina, el cual contenía el cultivo del bacilo de Hansen.
Ana Francisca conocía de la pasión de su suegro por la medicina y la anatomía, por lo que decide entregarle las láminas que tanto cuidó su tío Abuelo y conservó su madre por tantos años. Sin embargo, El Doctor Carrasquilla decidió donar las láminas junto con libros y estudios a la Biblioteca de la Universidad Nacional de Colombia antes de su muerte en 1908.
Pasaron muchos años y las láminas perdidas y cubiertas de polvo reposaban entre miles de libros universitarios. En algún momento del siglo XX fueron dobladas por la mitad, cocidas y empastadas, desconociendo su origen y aventuras errantes, extraviadas en el olvido del sótano de la Biblioteca de la Universidad, hasta que en la década de los 60s, en medio de los ímpetus de los movimientos estudiantiles, y bajo la rectoría del médico José Félix Patiño, el doctor Andrés Soriano Lleras, dedicado medico entusiasta por la historia de la medicina avistó un deteriorado y húmedo empaste cuyo contenido parecía ser de buena factura. Pensó en llevarlo a su recién creado museo de historia de medicina del ente universitario, sin embargo, no encontró suficiente información. El museo funcionó hasta su muerte en 1974.
Ya nadie vivo podía dar fe de esta epopeya que se perdía sin recuerdo y sin dolientes, sin embargo, el destino confabulaba contra el olvido de tan importante obra, para ello se valió de la pasión escondida de una talentosa historiadora que siempre quiso ser médica: la antioqueña Estella Restrepo Zea había ingresado como docente a la Universidad Nacional de Colombia en 1975. Por más de una década buscó piezas y artefactos antiguos utilizados en la práctica de la enseñanza de la medicina. En 1988 encontró una posible veta que sirviera a su investigación, junto con el decano de Medicina, Augusto Corredor, trabajó para la reapertura del museo que se llevó a cabo en 1991. Durante su proceso de investigación encontró los apuntes del Doctor Soriano y con ello el hallazgo de las extrañas laminas. Conformó entonces El Grupo de Investigación sobre Historia de la Medicina, trabajó con litógrafos y artistas, entrevistó a profesores de la Facultad de Medicina, a académicos como Zoilo Cuellar, realizó visitas a museos y bibliotecas de París, Florencia y Siena, leyó el diario de Antommarchi, consultó los programas de anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, indagó con bibliotecólogas de la Universidad Nacional de hace ya años y logró aclarar lo fundamental de las preguntas que daban tantas vueltas en su cabeza. Con ello logró desenmarañar la majestuosa trama histórica, volviéndola más valiosa que las mismas laminas, maravillosas por su tradición artística y tecnológica al servicio de la ciencia.
Su impulso no paraba allí, pues tenía la misión de hacer que jamás se volvieran a perder en el abandono, por lo que emprendió el propósito de hacer que fueran restauradas en el mejor laboratorio del país, y una vez reintegradas a su forma original, fueran almacenadas en un espacio especialmente diseñado con las mejores tecnologías de conservación en el Archivo Histórico del alma mater. Logró reproducirlas digitalmente con la mayor resolución y definición existente a nivel global y finalmente consiguió la reproducción numerada de 50 réplicas que fueron entregadas a igual número de instituciones académicas y de la memoria en el mundo, a través de la Comisión de la Universidad Nacional para el Bicentenario de la Independencia con la que el Gobierno Nacional había conformado como reconocimiento al desarrollo de la cultura del mundo en Colombia.
Estella Restrepo falleció el pasado 1 de enero de 2019, dejando su investigación como una fuente para la memoria y su pasión cultural para el mundo.