@valenciacalle
Sobrevivir a un terremoto es cuestión de suerte, pero subsistir al día siguiente, eso sí es coraje. El terremoto dura unos segundos, pero el desconcierto de los días que vienen en compañía del miedo, sin luz, sin agua, con el olor a muerto, sin abrigo, rebuscando un pedazo de comida y un techo para pasar la noche… eso es otra cosa, y no es cuestión de suerte.
No todos tienen la fortaleza física y mental para resistir. La gente cae, llora sin razón, se desespera, se suicida, se encierra o se dedica a caminar por las calles sin juicio ni destino. Otros se dejan arrastrar por las drogas o el alcohol y se vuelven irascibles. Hay quienes no quieren saber nada de nadie, gritan, oran, rezan, se arrodillan, le reclama a Dios, se quieren morir, se quiebran por dentro, se abandonan… Todo es un bazar de locura, rabia, desasosiegos, desesperación.
Después del terremoto de Popayán de 1983. No volvimos a ser los mismos. Allí se nos fue una vida, y sentimos pasar, como en una procesión interminable, todas las desgracias juntas de la existencia frente a nuestros ojos. Perdí a una abuela y el luto nos llenó el corazón. Y no sabíamos si llorábamos por su muerte o la destrucción de la ciudad. Si el olor a sangre seca de la calle era por la abuela o las heridas de los vecinos. Estábamos de luto y no había donde comprar flores, ni ataúdes. Solo nos mirábamos sin respuestas para mostrarnos el brillo de la angustia en la mirada. En el cementerio los muertos se habían salido de las fosas, y el olor nauseabundo se nos pegaba al cuerpo. Y las lágrimas, que era lo único que teníamos de sobra, no servían de nada. No le interesaban a nadie.
Perdimos la casa: las paredes se desplomaron y el techó se cayó encima. Al rato, los ladrones, a vista de todos, vinieron y se llevaron el resto. Las ratas humanas, decía mi padre, nos hicieron más daño que el desastre natural. No pudimos sacar nada. Una casa es el hogar, el lugar donde se aloja el amor de la familia, el sitio en la tierra donde tenemos un domicilio, el cordón umbilical, una morada… Y perderlo de un tajo, es quedarse en el limbo. La mente se ofusca, no se puede pensar con claridad. No sabíamos dónde íbamos a guarecernos de la noche, de la lluvia, del frío, de los ladrones.
Me recuerdo sentado en un andén viendo pasar sobrevivientes rebuscando comida, techo, medicinas, niños perdidos. Gente histérica caminando de arriba-abajo, de mal genio, furiosa, adolorida, gritando por nada y por todo. Muchedumbres enteras transitando entre neblinas de polvo, presos de una pesadilla de dolores infinitos. Y todo ese ruido de helicópteros, sirenas de bomberos y carros de policía recordándonos que todavía estábamos vivos, que era verdad, que no era un sueño.
Ese terremoto acabó con la vida de unos, la fortuna de otros, los sueños de todos. Y los sobrevivientes, esos guerreros que resistimos un dolor que todavía no termina… porque el recuerdo lo llevamos tatuados en la mirada después de treinta años, solo pedimos un poco de respeto para el luto que nos embarga el corazón. Porque fuera del dolor, hay que decirlo, todo lo demás se lo robaron los invasores oportunistas.
fotos: públicas de internet. Archivos particulares.