LA CASA ENCENDIDA

Publicado el Marco Antonio Valencia

LAS JUANAS

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Detrás de la iglesia de la Ermita de Popayán, al final de la calle de Santa Catalina, queda hoy el barrio Loma de Cartagena, sitio que hasta 1848 fue el cementerio de los pobres que no podían pagar tumba en camposantos católicos; y el lugar donde reposaron los restos de Barbarita Aldana, una de las Juanas más queridas y olvidadas del ejército Libertador.

“Las Juanas”, era el apelativo común para llamar a las mujeres que acompañaron a los ejércitos patriotas en la guerra por la independencia y posteriores conflictos de La Patria Boba. Mujeres dedicadas a menguar las fatigas, hambrunas y dolores de todos los que se jugaron la vida en busca de ese ideal esquivo llamado libertad para las nuevas generaciones, que somos nosotros.

Las Juanas estuvieron allí no solo para limpiar heridas o brindar agüitas de panela a los emparamados, pelar plátanos, desplumar gallinas, coser uniformes,  organizar misas y persuadir a los jóvenes para no desertar cuando apremiaba el hambre; sino que también fueron capaces de estabilizar la ansiedad de los soldados con la actitud sacrificada de meretriz samaritana. Incluso, nos las podemos imaginar con un palito hurgándole las orejas a unos, cortándole las uñas a otros, limpiándoles los dientes a los comandantes con espinas de pescado y luego brillándoselos con telas de costal humedecidas en ceniza.

Barbarita Aldana, la Juana patoja, se sentaba a vender panela en la plaza de mercado, ubicada donde hoy está el parque Caldas, y ya mueca y medio ciega, contaba -mientras mambeaba bollos de tabaco-, que su mejor trabajo había sido acompañar el miedo de nuestros guerreros.

La gente no era cobarde, pero el miedo los hacía vivir con piel de gallina. Los soldados, como todo el mundo, le temían tanto a Dios como al Diablo, a los embarazos indeseados y a lo sobrenatural: cualquier rayo, tormenta o temblor de tierra, los hacía poner de rodillas y comenzar  a rezar.

Le tenían pánico a los fusilamientos realizados por los españoles, y sudaban frío al imaginar sus  cuerpos “arcabuceados” y colgados para escarmiento de otros.  Contaba Barbarita que los patriotas le tenían especial culillo a los negros del Patía. Pues corría la voz que en Haití, una vez alcanzada la emancipación, los afro descendientes degollaron a sus antiguos amos y se quedaron con el territorio. El 22 de julio de 1810, ese mismo recelo les hizo imaginar y creer que un grupo de campesinos que llegaban a la Nueva Granada era una cuadrilla de negros que venían a decapitarlos para quedarse con todo. Pero allí estaban ellas, las Juanas, siempre listas, para decirles a sus hijos y a sus amados que los negros también eran hijos de estas tierras, habían combatido a los chapetones, y hasta donde se sabía, buenos miembros de la comunidad.

Los soldados eran bravos de día pero en la noche, agazapados entre los faldones y enaguas de las Juanas  lloraban de solo imaginar que podían morir en la batalla y quedar insepultos, expuestos a los pájaros carroñeros; entonces ellas, las Juanas, además de prometerles y practicarles una cristiana sepultura, rezaban rosarios adelantados para que el alma de sus amados patriotas, al morir, salieran pronto del purgatorio y se fueran directo al cielo, junto a todos los héroes que en esta vida, han luchado por la libertad.  

NOTAS:

1.       Pido un minuto de silencio, por las miles de mujeres que han sacrificado su vida para que los hombres tengan tiempo de luchar por la paz y la libertad de nuestros pueblos.

2.       Pregunta: ¿Ha valido la pena hacer la guerra por tantos años para tener el país violento que tenemos hoy? 

3.  Foto: Archivo Museo Nacional: Batalla de los Ejidos de Pasto. Autor José María Espinosa. http://www.bibliotecanacional.gov.co/?idcategoria=38000

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