J’accuse!

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El gobierno de los “nadie”, donde nadie es representado

El milenio terminó y la discusión quedó pendiente. No era un debate superficial, ni mucho menos un capricho, como muchos sostenían; estaba en juego la democracia, y, con ella, la vida y las libertades de millones de personas. En retrospectiva, todo parece más claro, y hoy queda patente que aquellas discusiones que se intensificaron en los noventa y que giraban alrededor de una nueva forma de democracia eran, sin lugar a duda, una premonición de una necesidad concreta. Creíamos que la democracia representativa había llegado, de un día para otro, a su última estación y que ya estaba lista para ser desmontada y remplazada por una nueva y reluciente forma de participación directa. De nuevo, en retrospectiva todo queda claro, y hoy podemos ver que esta aspiración era el engranaje fundamental de un periodo que se construyó sobre narraciones utópicas y ultrapositivistas, las cuales se erigían sobre el determinismo tecnológico. Creíamos –y era fantástico creerlo– que la revolución digital, y sobre todo internet, nos guiaba por la senda de la democracia participativa, por el camino que conducía a lo que muchos llamábamos “el ágora virtual”. Creíamos erróneamente que una tecnología determinaba cada aspiración individual y colectiva, cada movimiento y sinergia social. Sin embargo, desde nuestro punto de vista y ya llegados a 2022, se evidencia el error de haber creído que el camino hacia un sistema más incluyente estaba pavimentado por una tecnología. Otro error que podemos ver, desde nuestro punto de vista y con treinta años de recorrido, fue negar progresivamente que el espíritu de todos esos movimientos se anidaba en el liberalismo, en el libre mercado, en la libre circulación de personas y cosas, y sobre todo en el reconocimiento de una serie de libertades y derechos civiles hasta aquel momento negados. No es pura coincidencia que el motor de la tecnología que engendró todos esos movimientos, el internet, y el espíritu democrático que era el núcleo de todos esos debates eran y tenían lugar en Estados Unidos y su epicentro era la costa del océano Pacífico.

Todo iba de la mano, se exigían nuevas formas de comunicación, nuevos derechos, el reconocimiento de minorías, una nueva forma de mercado, y, sobre todo, se quería reducir al Estado para hacer crecer exponencialmente las libertades del individuo. Para ello también se pensaba en transformar las formas de mercado, reformulando así el capitalismo tradicional. No regulándolo, como hoy pretenden muchos de los que abusivamente se apropiaron de estas discusiones, sino liberalizándolo aún más, hasta el punto de excluir al Estado de una serie de transacciones y de servicios entre pares, entre ciudadanos. Pensemos en la forma en que se planteó toda la economía de intercambio del tipo Uber o Airbnb, entre otros. Todos estos movimientos, hoy parece más claro que nunca, eran el síntoma premonitorio de un malestar general producido por la democracia representativa. No estaba funcionando, y el modelo se volvía cada día más obsoleto. Y no funcionaba sobre todo porque las liberalizaciones no estaban llevándose a cabo, y, si se desarrollaban, la política se servía de ellas para crear formas de monopolio que eran simplemente la antítesis de lo que se auguraba, o al menos de lo que la colectividad esperaba. Lo mismo sucedía con los derechos civiles y la extensión de las libertades individuales. Estas reivindicaciones poco a poco terminaron monopolizadas por grupos políticos vacíos de ideologías y carentes de valores, pero llenos de retórica barata y sin consistencia. Y, mientras los partidos políticos juegan concursos de retórica, la representación de los intereses de la comunidad desaparece. Lo veíamos en los en los últimos años del milenio y lo vemos con más claridad hoy.

El ápice, creo yo, lo vemos en estas últimas elecciones, y tiene nombre propio. Lo que están llamando “acuerdo nacional”, no es otra cosa que un concierto para excluir absolutamente al elector. Creo que todos, tanto petristas, uribistas, rodolfistas, fajardistas y todos los -istas existentes, más de una vez al día se han sentido completamente excluidos y sin representación alguna en estas semanas postelectorales. Es bien sabido que esta exclusión sistemática solo genera movimientos y obsesiones identitarias, y, con el fin de sentirse parte de algo y de sentirse representado, muchos terminan dándole la espalda no solo a la discusión política sino también a la democracia. Dicha exclusión crea sobre todo un resentimiento generalizado que se convierte en la gasolina de muchas reivindicaciones. Creo que es claro como el agua. No puede haber representación política del ciudadano si un progresista entra en coalición de gobierno con los movimientos cristianos. Tampoco podríamos pensar que esa política nos representa si el liberalismo entra en coalición con la extrema izquierda que a su vez ya había pactado un grupo de gobierno con los conservadores. ¿A quién están representando? ¿Cómo no ver en ese “acuerdo nacional” la incubadora de un resentimiento general y agravado? ¿Cómo no va a ser gasolina para obsesiones identitarias la exclusión de más de diez millones de voces que básicamente votaron en contra de las propuestas de Petro y hoy se encuentran con que en el juego de la democracia representativa terminaron apoyando las reformas del pacto histórico? Sin hablar de los ecologistas que votaron por acabar, como decía la vicepresidenta, con la extracción de petróleo, y hoy se encuentran con que el futuro ministro de Economía, al parecer en acuerdo con el presidente electo, excluye categóricamente esta propuesta suicida. Empieza a cobrar sentido la tan repetida frase –el casi mantra– de estas elecciones. Será el gobierno de “los nadie”, “las nadie” y “les nadie”, porque creo que de todos esos “nadies” ninguno terminará por ser representado por este acuerdo histórico de exclusión política.

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