En realidad ya no me sorprende lo que Internet me sigue facilitando: tareas diarias, compras, agendar citas médicas, estudiar inglés, comunicarme la mayor parte del tiempo con mi familia. Eso de las maravillosas ventajas que nos deja la autopista de la información ya se ha vuelto un tema recurrente por no decir “cliché”.
No tengo televisor desde hace dos meses, y aunque prefiero tener la tradicional caja que distraerme con el computador, a este tiempo y edad lo echo de menos. No había comprendido lo mucho que me resultaba útil y entretenido hasta que me faltó. La razón de por qué me fastidia tanto el computador ahora, es porque paso más de ocho horas trabajando en él y al llegar a casa para seguir usándolo y verificando actualizaciones tontas de mis contactos, no le veo sentido ni mucho menos alguna inversión gratificante. Pa’ eso tengo mi smartphone, que a pesar de no ser de última gama, sí me sirve para lo necesario: comunicarme con mis amigos y ver de vez en cuando videos en Youtube.
Internet me ha regalado posibilidades que antes eran casi remotas. Hoy puedo agendar una cita médica sin la eterna y fatídica espera que dejan los call center para contestar, o comprar boletas de entrada a cine para pre y estrenos de películas. Puedo recordar cumpleaños, asistir a reuniones y demás gracias a Google Calendar y tenerlo sincronizado con la agenda de mi celular. Y sumado a ello, hablar con mi familia por Skype las veces que yo quiera. Menos mal que no soy una adicta a las redes sociales, ni a la necesidad imperante de estar conectada todo el tiempo a ellas para saber cuál fue el último grito en las relaciones, actividades y cuánta cosa sucede allí. Es un drama disfrazado de felicidad y sinceramente esa etapa ya la superé.
Sin embargo, a veces cuando llegan esos días de análisis filosóficos y debates existenciales sobre el sentido de las cosas y lo que me rodea, no deja de asustarme esta revolución digital en la que vivimos y de la que soy testigo todos los días. Más allá de los aparatejos, es lo que ellos despiertan en nosotros, y si algunos quieren hacerse los de la vista gorda, somos totales dependientes de las tecnologías de la información, de sus ventajas, excesos, recursos y usos. Muchas veces en la oficina se ha caído el Internet por más de una hora y sin conexión no puedo trabajar, porque mi trabajo depende el 90 por ciento de él.
Dicen que esos desarrollos y avances han encerrado a los niños, adolescentes y jóvenes en un círculo virtual donde lo que impera es la relación personal con el dispositivo o plataforma online, dejando las calles vacías. Claramente los juegos y rondas infantiles desparecieron hace mucho. El interés analítico que surge de estas realidades está atado a los comportamientos que produce en nosotros como usuarios digitales. Porque no se trata de cuántos dispositivos o tendencias aparezcan día a día, se trata de nuestra relación y actitud frente a ellos, es decir, sabemos que nos satisfacen una serie de inmediateces, pero hasta qué punto somos capaces de convertir esas carencias en necesidades absolutas.
La clave del estudio de mercado está en determinar cuáles son las necesidades de los grupos o clientes potenciales, y poder satisfacerlas. Pero también, los expertos más astutos e ingeniosos, a través del lanzamiento de productos o servicios buscan crear necesidades, darles novedades a los usuarios y engancharlos con ellos. Eso es lo que actualmente está sucediendo en la era de la información: necesitamos de objetos, patrones que nos resuelvan esas necesidades. Hacer chasquidos con los dedos y tener solucionado el problema en un, dos, por tres.
Las Tecnologías de la Información han transformado la vida en sociedad, pero al tiempo también están reduciendo la capacidad de producir conocimientos.
*Imagen tomada de Getty Images
Eliana Álvarez Ríos
Directora de contenidos Web
Colombia Digital
@anaylerios