Por: Juan Guillermo Pérez Hoyos

 

El deplorable estado de las vías de Colombia se hizo público por las recientes y múltiples quejas y fotografías en las redes sociales. Algunos medios piden pronta reparación de las carreteras. Pero el asunto se torna grave si consideramos que, de acuerdo con la ANI, el recaudo de 187 peajes en 2021 sumó $4,07 billones, que al final del 2022 se contaba con 198 peajes según el Mintransporte, lo que debió generar para ese año un incremento en el recaudo más que proporcional a la sumatoria del alza de tarifas más los nuevos peajes. Dice la ANI que el cobro de los peajes se invierte en el mantenimiento de la infraestructura vial, pero el pésimo estado de las vías en general habla de otra cosa.

 

Como el valor del peaje es un tributo en la especie de la tasa, debe tenerse presente que su pago se constituye en la contraprestación de los servicios prestados, que surge en la prestación de un servicio público -el de las vías para la movilidad, en este caso- y que se establece en favor de quien presta el servicio -concesionario- para garantizar su afectación y prestación. Al respecto ha dicho la Corte Constitucional (C-508/2006) que el objeto del peaje que recaudan los contratistas concesionarios incluye la realización de “actividades conexas necesarias para la adecuada prestación o funcionamiento de la obra o servicio, por cuenta y riesgo del contratista concesionario y bajo la vigilancia y control de la entidad concedente contratante”. Ante el desastre de las vías y el incremento del número y el valor de los peajes es válido preguntar qué se hace con los dineros de los tributos así recaudados. Y qué hace quien vigila y controla.

 

Pero si en las carreteras nacionales llueve, en Bogotá no escampa. La movilidad en la capital colombiana está en niveles de miserabilidad; el caos de tránsito ocasionado por las obras viales se agudiza con las muchísimas calles rotas y la pésima señalización, entre otros factores, que sumados al deficiente servicio de transporte público y a las “repúblicas independientes” de taxistas, motociclistas y ciclistas hacen de la ciudad un verdadero inframundo. Domina la hostilidad en las calles en donde cada quien hace lo que le viene en gana; los motociclistas transitan por andenes y ciclorrutas; los ciclistas lo hacen serpenteando entre peatones, autos, buses y camiones; los taxistas prestan el servicio a discreción; los peatones sufren los embates de todos los anteriores y los conductores de autos particulares salen a la calle sabiendo que a ellos sí les aplica el Código de Tránsito.

 

El desmadre se promueve desde las altas esferas. Es el caso del mal llamado pico y placa solidario, el cual consiste en sustraerse de la restricción vehicular con el pago de una suma a favor del Distrito. La contradicción monumental de la autoridad capitalina es la de impedir el derecho constitucional a la movilidad con el pretexto de mejorar la eficiencia de las vías, para luego decir que si el contribuyente tiene dinero puede pagar para esquivar la restricción. Entonces, que pague por pecar. Y que pague un tributo, pues eso es el pago solidario.

 

Desde el Decreto Distrital 749/2019 se dice que el pico y placa solidario es un precio público, el cual es de pago voluntario por parte de la persona que quiera hacerlo y que tiene como objeto el permitir la circulación del vehículo dentro de todo el perímetro urbano de Bogotá. El precio público se clasifica como un ingreso no tributario del Estado, manifestando la Corte Constitucional (C-927/2006) que proviene de una relación contractual o voluntaria por el uso o explotación económica de un bien del Estado del cual la administración pública no tiene obligación de otorgarlo. La doctrina ha desarrollado el concepto de precio público en el entendido que produce una contrapartida directa, personal y equivalente en la adquisición de bienes y servicios. Y este no es el caso del pago solidario visto desde estas apreciaciones constitucionales y doctrinarias.

 

El pago solidario se erige en su realidad como una tasa, pues reúne sus elementos como el de tratarse de un pago para el uso personal de un bien de dominio público, el de permitir individualizar el beneficio al que se accede, el de que su pago es obligatorio pues el Distrito conserva la capacidad de coacción contra el infractor y el de no consultar la capacidad económica de quien lo paga. Llamar precio público al pago solidario es embozarlo con un origen contractual, lo que lo sustrae del origen legal de la tasa, origen legal del cual carece el pago solidario.

 

El derecho constitucional a la libre circulación se menoscaba cuando se restringe el ir y venir por la vía pública, y se pervierte cuando se pide un tributo para transgredir la norma restrictiva.

 

Anexo. La destartalada carretera que comunica los municipios santandereanos de Bucaramanga y Barbosa es un ejemplo de sometimiento al ciudadano. Se trata de un tramo angosto de poco más de doscientos kilómetros en su mayoría con rizados, huecos y derrumbes; entra a todas las poblaciones por las que pasa; el ritmo lo pone el tráfico pesado y oscila entre veinte y treinta kph; y se pagan tres peajes en los que se forman colas de más de tres kilómetros para llegar a la caseta de pago. No es una carretera, es una cicatriz en el mapa de Santander.

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