Por: Juan Guillermo Pérez Hoyos
¿Existe un nexo causal entre las leyes que promueven el empleo, y la generación de empleo? Desde la Economía la pregunta puede ser un disparate. Esta ciencia -que ha considerado el trabajo como un factor de producción, junto con el capital y la tierra- propone desde las teorías clásicas del empleo, que lo tratan dentro de la ley de oferta y demanda con intervención del Estado, hasta la teoría neoliberal basada en la autorregulación del mercado y sin intervención estatal. Pero aquí no aplica ni la una ni la otra y al empleo se le trata desde la perspectiva jurídica, tal vez por aquella sentencia santanderista que las leyes nos darán libertad. Y empleo, claro.
Hace unos días presenciamos lo que parecía una mala escena de una película de lo absurdo: en el Congreso de la República se caía la reforma laboral por que los congresistas no fueron a laborar ese día. En el fondo, como que no podía ser otro el resultado en este país en donde se mama gallo diciendo que se ha erradicado la malaria por decreto, para simbolizar la antigua sentencia.
La norma laboral que se quería modificar nació en el primer lustro de este siglo, cuando la inagotable necesidad de legislar llevó al gobierno de Uribe a proponer una ley que extendiera la duración del día hasta las diez de la noche. Para promover el empleo, dijo; así, no habría necesidad de pagar recargos nocturnos, pues donde no hay noche no hay recargo. Una ley tropical, pero letal.
La reforma recién hundida buscaba volver al pago de los recargos que existían antes de que aquí les diera por legislar acerca del horario en que alumbra el sol. Y eso desató críticas, y amenazas de diversos líderes que anunciaron despidos de hasta de cinco millones de personas en su sector comercial, y de hasta setecientos mil nuevos desempleados en el sector de bares y restaurantes en donde con frecuencia se les paga a los trabajadores con una porción de las propinas dadas por los consumidores. La furia patronal dejaba sentada una premisa: que la ley del nuevo “calendario solar” había generado empleo, y que una que revirtiera las cosas a las leyes del universo habría de producir desempleo.
Revisemos. En el año 2002, cuando nace la Ley 789 que deteriora el pago laboral, el índice de desempleo cerró en el 15,6%, y por el año 2022 este índice cerró en el 10,7%, y el punto más bajo en este lapso lo tuvo en el año 2015 con el 8,3% (Banco Mundial). Como este indicador se mide frente a la población económicamente activa (Dane), el número de desempleados al cierre de los mismos años ha sido de 2,9 millones para el 2002, 2,7 millones para el 2022, y 2,1 millones para el 2015. Entonces, una primera aproximación nos dice que luego de veinte años de la ley de empobrecimiento del trabajo, ella ha logrado una pírrica disminución del número de desempleados, tan solo 145.000 personas.
De manera concomitante, el índice de pobreza monetaria que en el 2002 se situaba en el 53,7%, cerró el 2022 sobre el 50,4% (Dane/Anif); de acuerdo con la población en esos años (Dane), el número de personas en situación de pobreza era de 21,7 millones en 2002 y de 26,0 millones en 2022. El empleo prometido hace veinte años no llegó. La pobreza, sí. El saldo: cuatro millones más de colombianos pobres luego de veinte años de precarización del trabajo.
Entonces, si una ley de pauperización laboral no ha contribuido en la generación de empleo durante su vigencia, no hay razón válida para sostener que otra ley que devuelva algo de dignidad económica al trabajo ocasione desempleo en el país.
Esta evidencia inicial lleva a algunas conclusiones. Una, que definitivamente la generación de empleo obedece a leyes de la economía y no a normas jurídicas (en estos veinte años han aparecido normas tributarias para apoyar la contratación laboral -disminución de los impuestos a la nómina, incentivos para la contratación de poblaciones especiales- que tampoco han producido un resultado favorable). Otra, que el inmenso sacrificio económico de los trabajadores se ha quedado en las arcas de algunos empleadores. Y otra más, que hay quienes prefieren sacar su capital del país, antes que pagar por una pequeña mejora en la condición de sus trabajadores. Eso dicen los indicadores.
De la riqueza que se produce en Colombia, el 45% se queda en manos del 1% de la población más rica del país; otro 42,6% se queda en el otro 9% más rico, y tan solo el 12,4% llega a manos del 90% de la población más pobre (Oxfam), segmento en donde se encuentra el 50,4% de la población total ubicada en línea de pobreza. Esta sí parece ser la razón del ultimátum. Pura miseria humana. Y en el país, es más grande la miseria humana que la económica.
Juan Guillermo Pérez Hoyos
Juan Guillermo Pérez Hoyos. Magister en Derecho Tributario, contador. Autor de textos tributarios para entidades sin ánimo de lucro. Premio nacional de investigación contable. Conferencista en temas tributarios y de normas internacionales de información financiera. Cel. 315 6795568.