Como la cigarra
Por: Juan Guillermo Pérez Hoyos
Hablando de economía y sociedad en la Colonia dice el historiador David Bushnell que la Nueva Granada era percibida como una región dominada por una clase alta “que se diferenciaba del resto de la población más por su engreimiento y vanidad que por el lujo de su estilo de vida”, fatuidad que aún caracteriza a nuestra población y que lleva al colombiano promedio a pensar que es más fino el eructo que la ingesta. Desconectado de la realidad, el colombiano de hoy es vanidoso y autista y ha creado un país a su imagen y semejanza, en el que campea la corrupción, pero de la cual no se habla por que se contemporiza con ella y se vota por los mismos, dentro de una nación sin Constitución Política en la vida real, pero que tiene un prolijo documento redactado con ese nombre
El derecho a la vida es el primero de los derechos fundamentales allí consagrados, pero desde siempre la muerte es la alternativa real que aplica para solucionar las diferencias. Luego, el escrito habla del derecho a la intimidad, pero cada gobierno mantiene su política de chuzadas y de limitaciones a la libertad de expresión; el derecho a la salud es de lo más triste, pues la salud en el país son sólo un montón de normas bien redactadas que se materializan en la inasistencia, el desfalco de los recursos asignados y el paseo de la muerte; con el derecho a la educación se transfieren los recursos públicos a las instituciones privadas, en un programa educativo que se nutre de la mentalidad colonial de que habla el historiador mencionado para fortalecer las finanzas de los inversionistas del sector; el derecho al trabajo se ejerce en los semáforos; la libertad de culto la violan todas las religiones y hasta los procuradores procuran imponer un estado religioso; y así con todos los supuestos derechos fundamentales.
La Colombia de hoy se parece más a la que cantó otro Santos que a la destinataria de la Constitución rosa. “Si uno vive en la impostura/ y otro roba en su ambición/ da lo mismo que sea cura/ colchonero, Rey de Bastos/ caradura o polizón”. La petulancia nacional considera que el cénit de su gloria está en saludar al rico y al poderoso, sin importar las artes con las que ese ha llegado a tal punto, y más bien jactándose de conocer al predador del erario público así él lo desprecie o simplemente lo ignore por servil. Son lastimosos los episodios permanentes de nuestras ciudades, que eligen como alcalde a un señor que está preso, o hacen fila en el centro de su ciudad para saludar al burgomaestre en su despacho carcelario.
Es tal vez el país que heredamos del plebiscito del frente nacional, cuando liberales y conservadores lo tomaron como coto de caza y decidieron repartírselo por periodos uniformes y alternados, creando una sociedad excluyente y complaciente. Fueron dieciséis años de ‘yo como hoy y tu comes mañana’, y así, a la medida de su voracidad, nos acostumbramos a que la corrupción, la exclusión y la imposición de las mayorías son parte del paisaje, pues los que hoy roban no son controlados, porque sus controladores robarán mañana. Fue el país que nos dejaron nuestros ancestros. Un país burdo y miserable que en su arrogancia prefirió darle plomo a las peticiones de unos liberales, para tener que soportar cincuenta años de guerra, con cientos de miles, tal vez millones, de muertos, con muchísimos desaparecidos, esa categoría del delito en la que se mata a la persona pero se esconde su cadáver, con tantos delitos atroces como los que ocurren en toda guerra.
Tal vez, los herederos directos del frente nacional no teníamos alternativa. Aceptamos mansamente la decisión de otra generación que consideró que en el país sólo había cupo para liberales y conservadores. Arrasadora con cualquier opinión diferente, la tenaza del frente nacional no encontró óbice ni tan siquiera en timar elecciones presidenciales, así ello ocasionara nuevos levantamientos en armas de aquellos que se sentían marginados y excluidos de ambientes legítimamente ganados. Para ellos vendría mucha represión, mucho plomo y la ley de los caballos para garantizar sus derechos. Claro, todo eso se hizo para defender la democracia, maestro.
Entonces de cara al plebiscito del dos de octubre debemos recordar que el de 1957 fue exitoso, o tristemente exitoso para ser más exactos. La sociedad excluyente que allí se propuso no hubiera podido haber quedado mejor hecha, o mejor deshecha, más bien. Colombia naufraga en el detritus de la corrupción. Y del empobrecimiento y de la miseria. Nos han expoliado. Nos han cobrado impuestos confiscatorios para atender la guerra, una guerra que nunca se ganó y con una sociedad civil que nunca preguntó entonces qué hicieron con nuestro dinero. Si nos dejaron en la inopia para hacer la guerra, por qué no nos devolvieron el dinero cuando la guerra se perdió. Por lo menos, han debido dar cuenta y razón de esos recursos. Los colombianos nos quedamos con el pecado y sin el género. Pero no todos. Algunos vieron nacer y crecer su riqueza mientras entraban a saco a los impuestos de guerra y a todos los recursos que salían de nuestro bolsillo. Ahora, aquellos que nunca ganaron la guerra nos dicen que mejor sigamos en ella porque esta vez sí la ganarán, obvio, con los nuevos impuestos de guerra que nos cobrarán.
El plebiscito de ahora tiene la trascendencia que proviene de acabar de tajo con el pretexto oficial de la guerra. Al votar por el Sí, podremos exigirle a este y a los sucesivos gobiernos que disminuya el presupuesto de la guerra y de la inoperante fuerza pública, para destinarlo a la educación, a la salud, al trabajo, a la infraestructura, a hacer país por que oficialmente ya no hay guerra. Al votar por el Sí, podremos exigir que no cobren más coimas por la libreta militar de nuestros hijos, ni que se lleven a la guerra a los pobres y desamparados que siempre se llevaron de carne de cañón por que los hijos de los ricos no iban a esas lejanías, por que oficialmente ya no hay guerra. Al votar por el Sí, podremos exigir transparencia en el uso de los recursos públicos, que no existan más cuentas secretas para recompensas ni cuentas discrecionales para atender el conflicto, por que oficialmente ya no hay guerra. Al votar por el Sí, tal vez tomemos conciencia de que los corruptos que nos han gobernado han llegado aupados en los votos de protervos y miserables y que no han sido elegidos por los dioses, por que oficialmente ya no hay guerra. Porque oficialmente ya no tienen pretexto.
Al votar por el Sí, le entregaremos la posta del relevo a una nueva generación, a los sub-treinta de hoy, para que ellos empiecen a construir un nuevo país, un país sin la excusa de la guerra que alimente las bajas pasiones de sus gobernantes, un país incluyente, un país con elementos claros para redefinir las asignaciones presupuestales y dirigirlas hacia las actividades que impulsen su progreso. No será un país perfecto, pero sin duda les daremos una herramienta para que hagan algo mejor de lo que hicimos nosotros.
Al votar por el Sí, esa generación que recibe el relevo podrá disfrutar de algo, de lo positivo que hagan, ya en la plenitud de su edad madura. Le construirán algo mejor a quienes le siguen.
Entonces, votar por el Sí requiere de la grandeza de espíritu que exigen las grandes decisiones cuando sabemos que ellas no nos van a beneficiar a nosotros, sino a las subsiguientes generaciones. En cambio, para votar por el No solo se requiere hacer gala de la miseria humana y de la pobreza de espíritu con que han llenado a generaciones de colombianos unos infelices que nos han engañado con el cuento de que nunca tendremos una segunda oportunidad sobre la tierra.
Parafraseando a Mercedes Sosa, en la tonada de la que tomo el título de esta nota, tantas veces nos han matado esos miserables dirigentes, que nos han convencido de que estamos muertos. Pero no, aquí estamos los colombianos resucitando, porque nos han matado tan mal que aquí estamos vivos y hemos sobrevivido a todas sus guerras.