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Queremos «calidad en educación», pero… ¿que es calidad en educación?

Calidad
FOTO SHUTTERSTOCK

(@jeborrero) Los movimientos estudiantiles en América Latina han sido fuente constante de presión sobre las políticas de gobierno que orientan la actividad académica, en Colombia en el año 2012 una reforma educativa (bandera del gobierno Santos) que buscaba, entre otras iniciativas, permitir el acceso de capital privado a las Instituciones de Educación Superior (IES) fracasó estrepitosamente después que los estudiantes se tomaran las calles y forzaran al gobierno a dar su brazo a torcer; y en Chile, en uno de los puntos de más alta  popularidad del presidente Sebastián Piñera tras el cinematográfico rescate de 33 mineros atrapados en la colapsada mina de San José, una arremetida estudiantil lo llevo a uno de los peores momentos de su gobierno.

Si bien los listados de exigencias de los estudiantes cubren una gama bastante amplia de temas, algunos sensatos como los costos, acceso, libertad de expresión, hasta algunos que rayan en el oportunismo, un elemento de constante referencia es el tema de la calidad en la educación. Son constates y contundentes los gritos que piden acceso gratuito a educación “de calidad”. Sin embargo, antes de acorralar al gobierno demandando insistentemente la entrega de Calidad, resulta conveniente pensar si tenemos claro que es calidad, y si lo que consideramos calidad, realmente garantiza la calidad?, esto suena a trabalenguas pero en líneas posteriores créanme que haré mi mejor esfuerzo por dar claridad a mi punto.

Empecemos por resaltar las métricas que usamos para calificar un programa o una institución como de “alta calidad”, por lo general están asociadas a los pergaminos que tienen los profesores, ¿cuántos de ellos tienen doctorados?, ¿de qué escuelas?, ¿trabajos de investigación?, ¿publicaciones?, ¿qué medio los publicó?; incluso las instalaciones físicas de la institución. Pensemos si alguno de esos indicadores en realidad garantiza la transmisión efectiva de conocimiento del profesor al alumno.

Desviémonos momentáneamente de nuestra idea de fondo: la colombiana con más suscriptores a su canal de youtube es una Barranquillera, su nombre es Shakira Mebarak, su talento,  movimientos y reconocimiento de lejos explican la facilidad con que atrae seguidores a su redes sociales, hasta ahí no hay sorpresa, lo que sí es sorprendente es que el segundo colombiano con más suscriptores no es otro artista famoso, ni un político; se trata de un profesor de nombre Julio Ríos, quién no tiene un titulo de doctorado, no dicta clase en una de las “mejores” instituciones del país ni tiene “papers” publicados en revistas académicas de reconocimiento mundial, que hace que millones de personas quieran seguir al profesor Ríos? (quien sus estudiantes llaman julio profe), su extraordinaria capacidad para transmitir conocimiento y su disposición para ponerlo desinteresadamente en formato virtual para libre acceso de sus seguidores. Solo basta revisar las secciones de comentarios adjuntos a sus videos para entender el efecto que causa en sus alumnos, leer sus “feeds” es presenciar un testimonio de gratitud comunal.

Ahora bien, si el objetivo de una Institución de Educación Superior es formar a sus estudiantes, garantizando la asimilación de conocimiento, tal vez los títulos, las publicaciones y los pergaminos deberían pasar a un segundo plano, y al igual que el profesor Ríos, deberíamos estar pensando cómo garantizar la suficiencia de los alumnos. En ocasiones se llega a extremos tan perversos como creer que el mejor profesor es quien reprueba la mayor cantidad de estudiantes, las escuelas superiores están llenos de estos docentes del terror que se convierten en leyendas por la tasa de “mortalidad” entre sus desventurados pupilos,¿ no estaremos ante un escenario de incentivos tóxicos apalancados por una idea retorcida de lo que es calidad?

En los Estados Unidos una compañía sin ánimo de lucro, Khan Academy, viene trabajando con distritos educativos del estado de California en programas piloto de modelos mixtos de educación. ¿Su gran innovación? Han invertido la relación clase – trabajo en casa. Esto es, en lugar de hacer que los estudiantes escuchen horas de lecciones para después ir a trabajar ejercicios en sus ratos libres, se pide que estos resuelvan problemas en casa con el apoyo de videos, todo el contenido se encuentra en una plataforma digital perfectamente organizado en mapas secuenciales, y la interacción del estudiante es capturada y organizada visualmente por la plataforma, resultado: cuando el docente y el alumno se vuelven a encontrar, el primero tiene un diagnostico de altísima precisión sobre el desempeño del segundo, posibles áreas de mejora, puede detectar alumnos aventajados y organizar comunidades de ayuda para apoyar a los más rezagados, los resultados han sido evidentes y es un ejemplo claro de disrupción del modelo tradicional, en que la duración de un curso es fija sin importar que tanto el alumno absorbió el conocimiento, o si se le está enviando a asignaturas subsecuentes con vacios; acá el estudiante se toma el tiempo que necesite para dominar un tema y se asegura la suficiencia.

No es física nuclear, pero los paradigmas que gobiernan nuestro entendimiento de lo que debe ser educación necesitan ser revisados, en los años 70 se creía que el servicio de calidad en una aerolínea pasaba por alimentar a los pasajeros con toneladas de la mejor comida, ofrecer cómodos asientos que reducían la ocupación y elevaban los costos; hasta que una pequeña compañía en Texas llamada Southwest, encontró que la mayoría de personas no volaban, no tenían patrones de comparación, y que les importaba un bledo si una aerolínea le ofrecía comidas exóticas o toneladas de espacio, solo querían llegar con prontitud a su destino por el menor costo…, lo que sucedió después fue una clásica innovación disruptiva(1) que acabó con muchos jugadores tradicionales del transporte aéreo de pasajeros, no deberían las Universidades pellizcarse ante un riesgo similar…  lo veremos en una próxima.

(1)  concepto desarrollado por el profesor Clayton Christensen de Harvard Business School.

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