Desde hace días, redes sociales, medios y expertos han venido trasmitiendo noticias y opiniones acerca de la libertad de Popeye. Quién fuera uno de los alfiles del ejército macabro de Pablo Escobar que por más de una década y media aterrorizó a Colombia entera se encuentra en libertad. Popeye estuvo involucrado en algunos de los crímenes más aterradores que lamentablemente tuvo que vivir el país: la explosión del avión 727 de Avianca, el atentado al DAS, el asesinato de Luis Carlos Galán, el Coronel Franklin, entre otros cientos de atrocidades hacen parte del escalofriante prontuario de Popeye.
Sin embargo, más que el hecho que un individuo quién ha aceptado su responsabilidad en actos de barbarie se encuentre en libertad, llama la atención la reacción del pueblo. No hemos visto marchas de sus víctimas clamando por que sea regresado a la cárcel, tampoco criticas al aparato judicial por haber permitido su salida, no se ha radicado demanda alguna contra funcionarios involucrados en el proceso, nada de eso; por el contrario, entre las víctimas que han salido a dar declaraciones en los medios, el común denominador es una sensación de una deuda saldada y la ausencia de rencores.
Me pregunto que permitió este proceso de cierre de heridas y de transición, bien haríamos en entenderlo a plenitud, extraer lecciones, sobretodo en momentos en que nos encontramos inmersos en un proceso de paz con una organización considerada internacionalmente como terrorista, que genera en la gran mayoría de los colombianos la más completa apatía por sus prácticas de guerra irregular, el uso de minas contaminadas, armas no convencionales, reclutamiento de menores, y el secuestro.
El Popeye de hoy no es el mismo de los años 90 cuando se entregó a las autoridades, el de ese momento era un joven de jerga urbana típica de los barrios populares de Medellín, hoy por hoy es un hombre de más de 50 años y cabello gris.
Popeye fue sentenciado, y pagó su pena, no solo la pagó sino que la magnitud de la misma fue suficiente para que la mayoría de colombianos sienta que saldó su deuda con la sociedad, esto abre una discusión clave: que tan severa debe ser la pena para que un país ponga sus rencores atrás y sienta que el criminal se encuentra a «paz y salvo»?, lo que me llama la atención es que no estamos hablando de 30 años o una cadena perpetua, fueron veinte años, da la impresión que el individuo promedio no pide sangre, pero se siente ofendido cuando asesinos de carrera son perdonados sin ceder un minuto de libertad.
También juega a favor de Popeye su aparente sinceridad, durante su tiempo en la cárcel delató, destapó, y permitió el acceso a la verdad, eso es algo que la sociedad premia, más aún cuando se atrevió a nombrar individuos que aún están vivos, a diferencia de las confesiones iniciales de los paramilitares quienes se dedicaron a culpar a los muertos, o las FARC quienes fueron un paso más allá al considerarse ellos las víctimas en lugar de victimarios.
Por último, tal vez la sociedad una vez lo perdona ve en Popeye una consecuencia de sus actos, el Medellín de los 80 y 90 desamparó a miles de jóvenes por el solo hecho de residir en el barrio equivocado, negando de plano el acceso a las oportunidades que los hubiesen mantenido al margen de una empresa criminal, esa población fue –y aún es- el caldo de cultivo ideal para que un criminal poderoso idealizado forme batallones de asesinos a sueldo capaces poner a tambalear un estado de derecho.
No seré yo quien diga si Popeye merecía la silla eléctrica, inyección letal, cadena perpetua o haber salido de la cárcel en el 2050, lo que si tengo certeza es que el hecho que un criminal que asesinó directa o indirectamente a cientos de colombianos recupere su libertad sin despertar la indignación general de un pueblo, es evidencia que una sociedad toma su tiempo pero perdona, y que en un proceso de paz no podemos caer en el facilismo de dar carta blanca a los criminales, pero tampoco pretender que terminen sus días en la cárcel, posiblemente si Carlos Pizarro hubiese pagado una sentencia justa, aún estaría vivo, la tarea es encontrar ese esquema de penas que permita el equilibrio entre tiempo para el perdón más cambio generacional sin destrozar la posibilidad de un acuerdo por lo exagerado del castigo demandado, y en todo momento exigiendo a los criminales el acceso a la verdad, sin tapujos, sin rodeos y sin creer que el resto de Colombianos somos menos vivos que ellos.