El matrimonio histórico entre la filosofía y la vida

José Saramago, el premio Nobel de Literatura portugués, decía que: “La filosofía debería incluirse dentro de los derechos humanos, y todo el mundo tendría derecho a ella”. Esto implica que la filosofía no es concebida aristocráticamente como un saber para meros especialistas, sino que se asume como algo fundamental para la vida de la gente, de la sociedad. Y es que la filosofía, desde la antigüedad griega, para hablar de la tradición occidental, estaba vinculada y ligada a la vida misma de la gente. Es cierto que era un saber al margen de las grandes mayorías, pero quienes la cultivaban la concebían en una íntima relación con la existencia diaria. Por ejemplo, Diógenes Laercio, el filósofo griego que vivió entre finales del siglo II y comienzos del siglo III de nuestra era, menciona que Pitágoras fue el primero en ser llamado filósofo, amante de la sabiduría, enseñaba matemáticas en una cueva, escogía y pagaba a sus alumnos por las clases que él daba, y tenía un conjunto de prácticas como, por ejemplo, no comer carne. Tal vez los pitagóricos fueron los primeros vegetarianos de los que tengamos conocimiento. Esto muestra que para ellos la filosofía era una forma de vida, implicaba un régimen de alimentación y de estudio en aras de buscar la perfección del alma.

Lo mismo cabe decir de los estoicos, en sus distintas escuelas. Sus preceptos de vivir conforme al logos que lo gobierna todo, implicaba ajustarse a las leyes de la naturaleza, vivir conforme a ella. Por eso, debía aceptarse los hechos biológicos que no están bajo nuestro control como las enfermedades o la muerte. Esta, la muerte, era vista como algo inevitable, ineluctable, de tal manera que no era sabio preocuparse por ella. La vejez y la muerte son realidades siempre en marcha, y, como decía Séneca, en cada momento que vivimos, nos acercamos más a la muerte. Esta siempre nos gana la partida.

Igual cabe decir de los epicúreos cuya máxima de buscar la felicidad, evitando el dolor y procurando el placer, era, también, una forma de vida. No solo se filosofaba en el jardín, sino que se llevaba a la práctica la filosofía misma, pues pertenecer a una escuela, era como pertenecer a una secta, donde se aceptan un conjunto de reglas y preceptos que se practican efectivamente. Así, se debía buscar el placer, pero, a diferencia de lo que se piensa, especialmente al interior del cristianismo que intentó por siglos de censurar a Epicuro, no se trata del placer desmedido y desmesurado. Pues, sabemos, el placer nos puede llevar a la ruina, además de afear también el cuerpo. El placer agota y cansa y no puede ser permanente.

  El citado Diógenes Laercio sostiene que la filosofía tenía tres partes, la física, la ética y la dialéctica, las cuales no eran ante todo sistemas o unas doctrinas que interesaran en sí, sino que se elegían de manera vital, eran vividas. Como nos lo recuerda Pierre Hadot:

No se teoriza entonces sobre la lógica, es decir, sobre hablar y pensar correctamente, sino que se piensa y se habla bien, no se teoriza sobre el mundo físico, sino que se contempla el cosmos, ni tampoco se teoriza sobre la cuestión moral, sino que se actúa de manera recta y justa”.

Así que física, ética y lógica estaban en función de la vida cotidiana, de pensar acerca de las cosas más cercanas, o lejanas, y de actuar conforma al saber. Era la unión de filosofía y vida, de vida y razón. La filosofía era terapia para el alma y medicina para la vida. La filosofía implicaba una conversión vital. Así que primero se elegía una forma de vida, después se construía y reflexionaba sobre la doctrina. El discurso venía después de la elección vital.

La religión desplaza a la filosofía en la Edad Media

Y es que, con la caída del Imperio Romano de Occidente, en el siglo V, y con la hegemonía del cristianismo en Europa en la Edad Medía, la filosofía pierde ese papel. Ahora es la religión la que pasa a reglamentar la vida misma, desde el amanecer hasta el anochecer, desde el desayuno hasta la comida, desde el nacimiento hasta la muerte. La filosofía se convierte en esclava de la teología, de la ciencia de Dios; es convertida en un instrumento que contribuye a esclarecer o explicar ciertas doctrinas y conceptos de la dogmática cristiana, pero, en términos generales, la filosofía de la vida pierde centralidad y es desplazada por la religión como legislación divina que regula el más acá.

Si bien es cierto que algunas doctrinas conservaron esa ligazón entre filosofía y vida, como en Descartes y sus confesiones, o en la obra de Francis Bacon, el deslinde entre vida y pensamiento se acentúa más con la institucionalización de la filosofía en el siglo XIX.  Recordemos que es en el siglo XIX cuando se organiza las disciplinas en la universidad, aparecen claramente detalladas las disciplinas con sus objetos de conocimiento y sus métodos, entre ellas, el derecho, la historia, las ciencias naturales, la sociología, etc.., luego vendrán la antropología, la economía y la ciencia política. Estos cambios profundizan el divorcio entre filosofía y vida, básicamente por dos razones: 1) al regimentar biopolíticamente la vida del filósofo y 2) al burocratizar la filosofía. Antes de la Universidad, el filósofo era privatdozen, docente privado de las grandes familias; tenía tiempo para pensar, no estaba sometido a las dinámicas de las facultades. Ni Descartes, ni Spinoza, por ejemplo, fueron profesores universitarios, por ello gozaron de una mayor libertad de espíritu.

La actualidad de la crítica de Schopenhauer a la institucionalización de la filosofía

Quien denunció este divorcio y estas nuevas prácticas fue el filósofo alemán Arthur Schopenhuaer en su libelo de 1851 titulado Sobre la filosofía de la universidad. Este texto parece, en muchos sentidos, escrito hoy, Allí denunció la burocratización de la filosofía y su sometimiento al Estado, al poder y al dinero. Es decir, puso de presente la manera como el dinero, el lucro, por ejemplo, minaba la libertad y, por lo tanto, destruía la condición misma de posibilidad de todo filosofar. También denunció otras prácticas como el seguimiento de las modas filosóficas o neolatrismo, la improvisación y simulación de saber, la manía de dar por rebatida y superada a la tradición filosófica misma, sobre todo cuando no se inscribe en la línea que se profesa; la tendencia a ignorar o descalificar al otro o a cualquier intento de creación filosófica original; la escritura oscura y enrevesada; la recepción acrítica de las mencionadas modas, en fin, todo aquello que Schopenhauer pudo inferir de la práctica de lo que él consideraba charlatanes, “arruinacabezas” como Hegel o los representantes del idealismo alemán.

La actualidad de la crítica de Schopenhauer no implica desdeñar o rechazar la importancia del trabajo que realizan los especialistas o los profesores en las universidades, la cual corresponde a la inevitable especialización de la disciplina. El trabajo especializado de la filosofía es necesario. Si Kant decía que no se enseñaba filosofía, sino a filosofar, hay que comprender que el trabajo de taller que se hace en la disciplina puede contribuir a que aprendamos a filosofar. El seguimiento y la comprensión del trabajo de los filósofos, seguir la construcción del pensamiento, de los sistemas, contribuye, en efecto, a que penetremos en el movimiento del pensamiento y de que, a partir de este ejercicio, aprendamos a pensar metódicamente, rigurosamente. Sin embargo, la práctica filosófica debe rebasar este tipo de acercamientos para que la filosofía no se convierta en una actividad meramente erudita, alejada de la vida o de las circunstancias.

En la actualidad, el trabajo filosófico institucionalizado se ha alejado de los fines iniciales de la filosofía. Ha devenido en un conjunto de prácticas que denomino respectivamente:

  1. Neolatrismo filosófico o idolatría por las modas filosóficas
  2. Averroismo o comentarismo de textos
  3. Taylorismo filosófico o regimentación biopolítica del tiempo y trabajo filosóficos.
  4. Paperfordismo o producción serializada de artículos.
  5. Vampirismo y regurgitación o repetición de autores
  6. Y exegesis.

Todo esto se da al interior del “campo filosófico” donde hay agentes, instituciones, prácticas, discursos, luchas por bienes simbólicos y de esta manera el filósofo se convierte en una pieza más del gran engranaje de la universidad, de la dictadura del número y de la producción serializada de conocimiento. En una industrialización del pensamiento más regido por la lógica del capital y más apartado de la vida cotidiana misma. Por eso, deben rescatarse las prácticas filosóficas alternativas como:

  1. Filosofía para niños
  2. Talleres públicos
  3. filosofía a la calle,
  4. Consultorías filosóficas
  5. Cafés filosóficos, etc.,

Estas se convierten en maneras distintas, contrahegemónicas de acercarse al pensamiento, de vivir la filosofía y de mantener, así, el ideal de la filosofía como “amor al saber” unido a la vida misma. Por eso, es necesario preguntarse, entonces, ¿qué puede significar hoy mantener viva nuestra relación con la filosofía como amor a la sabiduría, al saber, al conocimiento? ¿Cómo mantener el matrimonio entre la filosofía y la vida, evitando así su divorcio?

La erótica de la filosofía como acontecimiento

Pensar en una erótica de la filosofía, implica partir del hecho de que no venimos de la filosofía, sino que caemos en ella, pues esta nos preexiste. En algún tiempo y en algún lugar nos encontramos con ella y algo sucede. Puede ser en una clase en el colegio con un buen profesor que nos inspira, en una conversación con otros, escuchando una conferencia, leyendo un texto. En algún momento llega la filosofía y nos toca. Y así como el amor exige el encuentro, la filosofía también. La filosofía nace de un encuentro o es posible por él.

La filosofía toca a una subjetividad, y esta se enamora. Surge así una subjetividad enamorada. Pero ¿Qué es lo que ocurre en el momento del encuentro? Permítame explicarlo con un ejemplo personal, pues al fin y al cabo es un sujeto de carne y hueso el que se enamora, se pega, se une y se ata a algo.

Por más orientación profesional que se les dé a los estudiantes en un colegio, la vocación es algo muy íntimo que se encuentra en el fondo de las entrañas. Hallar lo que nos gusta y a lo cual podamos dedicar la vida, exige aventura, exploración, comienzo, inicios, abandonos y fracasos. Yo no me encontré con la filosofía en el colegio, me encontré con ella en una Universidad después de haber intentado estudiar ingeniería de sistemas, administración de empresas. De hecho, estudiaba derecho en la Universidad Nacional de Colombia. Allí, después de ver muchos libros de Darío Botero Uribe, decidí entrar a uno de sus cursos: se llamaba vitalismo cósmico. Era un nombre un poco extraño, pero hoy quienes nos dedicamos a la filosofía, sabemos que los vitalismos tienen una larga tradición, de hecho, hablamos mejor de filosofías de la vida. Sin embargo, narro esto porque fue en esa clase donde me encontré, por primera vez con la filosofía, ahí se dio el encuentro y ahí surgió esa relación, ese vínculo afectivo, como en el amor.  Ahí se dio el amor a primera vista o, mejor, tratándose de una clase magistral, a primer oído, pues surgió escuchando un argumento, una explicación, una construcción algo sistemática.

La clase era sobre Spinoza, específicamente, sobre los conceptos de sustancia y modos. De hecho, lo que se explicaba era la idea de Dios o la naturaleza en el pensamiento de Spinoza. En este caso, como hay una sola sustancia, en sí y por sí, que no depende de otra, infinita, no puede haber otra sustancia, pues esta limitaría a la primera. Desde este punto de vista, Dios no es algo externo al mundo que lo mueve como un títere, lo manipula o nos hace favores. No. Dios se identifica con la naturaleza misma. De tal manera que hay una sola sustancia y todo lo que nosotros vemos, animales, cosas, son modos. Los modos son manifestaciones de la sustancia, la expresan.

Botero Uribe tomaba estos elementos y elaboraba una teoría de la naturaleza. Si había una sola naturaleza, entendida como un circuito de vida, los animales, las plantas, eran parte de ese circuito vital. Eran manifestaciones de la vida entendida como una. Al fin y al cabo, la vida viene de la vida y se alimenta y perpetúa gracias a ella. Es un ciclo. La naturaleza era esa sustancia de Spinoza, y los demás biotipos eran los modos. Por eso la muerte es tan solo una idea metafísica, pues desde el punto de vista biológico es un dato, pues con la muerte nuestra materia individuada se disuelve en la naturaleza y, tal vez, más adelante formará el cuerpo de una bella mariposa o de una desagradable cucaracha. La materia no se pierde, pasa a formar parte del eterno devenir del cosmos, ese eterno retorno de lo idéntico del que habla Nietzsche.

Lo importante de esta idea era que no solo permitía pensar sobre la muerte, sino que posibilitaba entender la crisis ambiental, pues si la vida es un circuito vital, el daño consiste en obturar la fluidez de la vida, al dañar bosques, ecosistemas, extinguir especies por la acción humana. El daño ambiental desarticula las sinapsis vitales que hay en la naturaleza y su maravillosa relacionalidad. Para mí esto fue una revelación, pues, desde luego, antes había escuchado la palabra filosofía, conocía algunos nombres de la tradición, pero no había comprendido de qué se trataba. En ese momento, en esa clase, hubo entonces, una conversión. Y esa conversión se dio porque me permitió comprender un fenómeno habitual en el cual no había pensado antes: vivimos en el mundo, pero no tenemos una visión coherente, unificadora, clara, de nuestra posición en él y de los daños que podemos causar con la praxis humana. Me permitió entender el problema ambiental que vivimos, eso que hoy se llama Antropoceno o Capitaloceno. Por eso, una filosofía de la vida debe defender la vida biológica que es la condición de posibilidad de todo lo demás. Eso fue hace casi un cuarto de siglo atrás, pero esa idea sigue vigente hoy, cada vez más urgente y necesaria. Lo importante es que lo pude pensar con cierto orden, elaboración, con categorías.

De lo anterior podemos extraer varias cosas para una erótica de la filosofía. En primer lugar, la filosofía nace de un encuentro y del establecimiento de una relación afectiva con ella. De lo contrario, no se puede permanecer en la filosofía. Por eso, nos enamoramos de la filosofía, surge así la subjetividad enamorada. En segundo lugar, en el encuentro se produce la magia, algo se despierta, algo nos posee. Eso se llama asombro y admiración. Y admirarse es dirigirse hacia algo, maravillarse ante la belleza, la fealdad o la complejidad del mundo y de las cosas. En la filosofía, pues, contemplamos algo y lo perseguimos, nos deleitamos, y tratamos de entenderlo intelectualmente, de descifrarlo. La admiración es, desde el punto de vista relacional, una interpelación. Nos admiramos de algo porque nos interpela, sale a nuestro encuentro, porque hay un problema que nos requiere, un tema que nos pregunta, nos estremece, nos inquieta.

Cuando lo anterior ocurre ya se han movilizado todos nuestros afectos de la mano de nuestra racionalidad. Al fin y al cabo, es un sujeto de carne y hueso, como decía Miguel de Unamuno, el que filosofa. Decía el pensador vasco:

“La filosofía es un producto humano de cada filosofo […] Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón sólo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre”.

Aquí ya hemos entrado de lleno en una erótica de la filosofía: en el encuentro ocurre la seducción, la admiración, la pregunta, y, algo que para mí es clave: la filosofía es ante todo pasión por comprender. Hay algo maravilloso que ocurre en el encuentro, en el argumento, y es que comprendemos y, por tanto, podemos explicar las cosas, los problemas, podemos dar cuenta de ello. Cuando esto ocurre, se da la alegría del pensamiento. Hay una alegría del pensamiento que ocurre en el momento en que comprendemos algo, es ese calorcito, como dirá Bergson, que posee el cuerpo cuando gozamos intelectualmente.

Lo que he descrito es una especie de fenomenología del encuentro primigenio con la filosofía, sin embargo, ese vínculo que ahí se establece tiene, como el mismo vínculo amoroso y afectivo con el amante o el amado, muchas complejidades y tensiones. Cuando se produce la conversión en el sujeto, la filosofía se vuelve un hábito, un preguntar habitual, una búsqueda constante donde siempre nos situamos entre la ignorancia y la sabiduría, tal como Diotima describe a Eros en El Banquete. En ese vínculo nos angustiamos, nos dejamos seducir permanente por otros filósofos, otras corrientes, otras interpretaciones; existe también la promiscuidad intelectual cuando sentimos que debemos leer todo, que hay que estar al corriente de las nuevas modas filosóficas, o del nuevo libro surgido. Igualmente, nos peleamos con la filosofía, con los filósofos, los abandonamos totalmente, o a medias; nos gustan algunas de sus interpretaciones o construcciones, pero nos disgustan profundamente otras. Existe también el divorcio filosófico como en E.M. Cioran, así como las reconciliaciones debidas a una mejor lectura, al hallazgo de un buen texto.

De todas formas, la existencia de las tensiones con la filosofía forma parte, por paradójico que parezca, de ese amor a la filosofía.  Por eso, en estricto sentido, mantenerse fiel a la filosofía es no abandonar la curiosidad, el asombro, el espíritu crítico; es valorar que la filosofía perturba las comprensiones habituales y habituadas que tenemos del presente con sus ropajes; es mantener vivo el amor con el saber y avivar permanentemente la pasión por el comprender; es imaginar el mundo y nuevas relaciones; implica y exige mantener vivo el dialogo y la posibilidad de que el otro nos confronte, nos corrija, nos permita ver mejor. Es, finalmente, mantener vivo el lazo entre la filosofía y la vida, la razón y la existencia, para no distorsionar su función primigenia y cuidarnos, pues pensar y cuidar tienen una misma raíz etimológica: el cuidado de sí y el cuidado del mundo.

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