Una de las representaciones más populares del amor proviene del famoso mito del andrógino que expone el comediante Aristófanes en El Banquete. Allí menciona que antes los sexos eran tres: el masculino, el femenino y un tercero que participaba de los dos anteriores: un ser andrógino. Aristófanes afirma que este era redondo, con los dos sexos, cuatro manos, cuatro pies (ocho extremidades), dos caras iguales. Eran seres muy fuertes, vigorosos, soberbios que quisieron subir hasta el cielo y atacar a los dioses, razón por la cual Zeus los tuvo que partir por la mitad para hacerlos más débiles, de tal manera que tuvieran que caminar sobre las dos piernas. Desde entonces las mitades se buscaban unas a otras y cuando se encontraban se abrazaban “deseosos de unirse en una sola naturaleza”. Cuando encontraban otra mitad y se abrazaban a ellas “morían de hambre y absoluta inacción”. Sin embargo, Zeus se compadece de ellos, y pone sus órganos genitales de frente (pues antes estaban en dirección opuesta) de tal manera que cuando una mitad masculina se encontraba con una mitad femenina podían unir sus órganos y reproducir así la especie. Mientras que cuando se encontraban las dos mitades masculinas, los hombres podían tener placer entre sí; igual ocurría cuando se encontraban dos mujeres. Allí, aparecen dibujados, entonces, los homosexuales y las lesbianas. Este amor lésbico es subvalorado, pues las mujeres se consideran menos inteligentes que el varón y, como ya vimos, se debe amar la inteligencia. Y, por otro lado, el amor entre varones, al buscar lo mismo, era entendido de manera positiva, pues es un signo de “audacia, hombría y masculinidad”, esto es, de virilidad. Esta última consideración dista mucho de la valoración actual que se tiene sobre el amor entre varones, considerado, muchas veces, como afeminamiento, debilidad y pecado.  

En esta imagen potente del andrógino y de las dos mitades encontramos varias ideas interesantes. En primer lugar, la idea de que somos seres separados de una plenitud previa, preexistente, de la cual fuimos despojados, hecho que constituye nuestra incompletitud ontológica. Somos, por ello, seres carentes, incompletos, con cierto vacío, que vamos tras la búsqueda de la mitad perdida. Es la idea del amor como falta, como deseo de llenar un hueco constitutivo del ser. Y eso que nos falta lo posee otro ser, que también es incompleto como yo. Sin embargo, aquí se presenta uno de los grandes mal entendidos del amor: la idea de que hay otro que tiene lo que nos falta a nosotros. Ese Otro hace de un ser imperfecto un ser perfecto, sin vacío alguno. Ese otro es la pareja ideal, la pareja primigenia surgida del corte realizado por Zeus. La pareja aparece como el ideal a alcanzar, como el horizonte que alimenta nuestra búsqueda constante de que algún día aparecerá la otra mitad, la media naranja, o “alma gemela” que vendrá a satisfacer mis carencias y a llenar todos mis vacíos. Desde esta perspectiva, el Otro es el objeto de nuestro deseo y su posesión es una fusión y un reencuentro con la plenitud originaria perdida, tal como lo expone con detalle, y desde el psicoanálisis, Daniel Castaño Zapata en su bello libro Arder. Un ensayo filosófico sobre el amor (2024).

Este es, también, el llamado amor platónico, el que existe y habita en otro lugar, el que hay que buscar. En el habla popular el amor platónico es algo inalcanzable, un amor imposible, sin embargo, los individuos actúan “como si” fuera posible, como si fuera real y dable encontrarlo algún día. Ese ideal es el amor completo, íntegro, que se convierte en un regulador de la acción, en una orientación para una búsqueda donde se espera un final feliz al hallar la mitad ideal que nos espera en algún lugar de la vida, tal vez en un tiempo y en un espacio inesperados.   

La expectativa de encontrar un amor ideal lleva a que no aceptamos al Otro en cuanto Otro, en su radical alteridad y singularidad, sino que lo concebimos como una parte de nosotros mismos…esa parte perdida. Sin embargo, dado que hay muchas mitades rondando, acechando, disponibles, ¿cómo asegurar que la mitad encontrada se corresponde con la mitad efectivamente perdida en el momento del corte vengativo realizado por Zeus? Y pensando más allá del mito, ¿cómo es posible que otra persona también carente complete todos mis déficits o tenga exactamente las cualidades, las características que a mí me faltan, de lo que carezco, aquello que necesito? Por eso, en estricto sentido, la pareja ideal no existe, ni debemos aspirar a ella. La pareja perfecta es un imposible ontológico y por eso solo nos podemos amar entre las fructíferas diferencias y constitutivas imperfecciones. Al no aceptar este carácter imperfecto del amor, la búsqueda de pareja ideal se convierte en una fuente permanente de insatisfacción e infelicidad.

Pero el mito también pone de presente la existencia del amor homosexual y del amor lésbico. Más precisamente de un amor erótico que en su reunión se guía por el placer y que no tiene como horizonte la idea de reproducción de la especie. Esta idea queda por fuera del amor homoerótico. De hecho, esta idea de que el fin del amor es tener hijos y reproducir la especie es la representación típica del amor heteronormativo y patriarcal. Y es patriarcal porque tanto en el mundo griego como en el romano y el cristiano, la mujer es una fábrica de hijos, un ser destinado a reproducir la especie humana, la familia, y, a la vez, la fuente para reproducir la fuerza de trabajo requerida para las distintas labores que exige la sociedad.

La idea de la reproducción aparece en el discurso de Aristófanes cuando Zeus decide que los órganos femeninos y masculinos deben estar frente a frente para posibilitar la copulación, el sexo entre las parejas reunidas. Es a través de “lo masculino en lo femenino”, del hombre como ser activo y de la mujer como ser receptor, como mero útero, como la especie se prolonga en el tiempo. Lo dicho se sintetiza así en El Banquete:

“en el abrazo se encontraba hombre con mujer, engendraran y siguiera existiendo la especie humana, pero, si se encontraba varón con varón, hubiera, al menos, satisfacción de su contacto, descansaran, volvieran a sus trabajos y se preocuparan de las demás cosas de la vida”. 

Aristófanes dice, entonces, que “desde hace tanto tiempo, pues, es el amor de los unos a los otros innato en los hombres [los humanos en general] y restaurador de la antigua naturaleza…Por esta razón, precisamente, cada uno está buscando siempre su propio símbolo [su mitad]”. Así, el amor es “llegar a ser uno solo de dos”.  Pero nótese cómo la cita alude a la naturaleza humana- que es la perspectiva desde la cual Aristófanes fundamenta su discurso sobre Eros- y cómo esta se presume dañada, incompleta, a tal punto que necesita ser restaurada, recompuesta. Pues bien, es el Otro, el amante o el amado, el que nos completa, nos arregla. El que nos convierte en un ser íntegro, pues “amor es, en consecuencia, el nombre para el deseo y persecución de esta integridad”. Y agrega:

“Yo me estoy refiriendo a todos, hombres y mujeres, cuando digo que nuestra raza solo podría llegar a ser plenamente feliz si lleváramos el amor a su culminación y cada uno encontrara el amado que le pertenece retornando a su antigua naturaleza”.  

No tener pareja, pues, significa permanecer desarreglado, incompleto. Eso fundamenta, entonces, la presión social por casarse, por no quedarse solterón “vistiendo santos” como se dice en América Latina. Entonces, el matrimonio se convierte en una institución que opera como reguladora de la vida, la sexualidad y la existencia, creando así una cárcel y un dique para el deseo. En la apuesta de Aristófanes, el deseo es una fuerza encaminada a superar nuestra falta constitutiva, es el motor que hace posible la completitud y la plenitud ontológica de cada ser humano. El Otro, la pareja, aparece como una cura de esa naturaleza humana desequilibrada. Aquí, entonces, se refuerza la idea normativa del amor romántico, de la pareja, del matrimonio, de la heteronormatividad y de lo que ello implica al interior del capitalismo y de la necesidad de reproducción de la fuerza de trabajo, es decir, de los cuerpos, del trabajo vivo que genera valor. Como se infiere de lo dicho por la filósofa y feminista Silvia Federici: las mujeres aparecen como productoras de cuerpos para el capitalismo, actividad que, como las del hogar, no le es reconocida.

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